VIAJE A AFRICA OCCIDENTAL

Escribo la última crónica, por lo menos por ahora. Estoy cerca del final de este largo viaje, sentado delante de un ordenador en una pequeña empresa de telecomunicaciones en Accra, la ciudad más importante de Ghana, en el Oeste de Africa. Es sábado por la tarde y he llegado por primera vez a esta oficina, donde no conozco a nadie. He empujado la puerta, entrado y gritado “¡¡hola!!” varias veces, pero parece que no hay nadie. Estoy solo en el edificio, rodeado de varios ordenadores, libros, material de oficina y otras cosas. Si fuera un chorizo me habría llevado impunemente varios millones de pesetas en material. Pero soy más bueno que el pan y lo único que haré es utilizar este ordenador y juguetear con Internet. Eso sí, no me va a costar un duro. En el territorio que aquí conocen como Afrique D´Ouest o West Africa se agrupan multitud de pequeños países. La mayoría son francófonos y se extienden como dedos hacia arriba, con formas verticales y alargadas. Su extremo sur esta bañado por una entrada profunda del Atlantico; algunos lo llaman Golfo de Guinea y otros, Golfo de Nigeria. Hace algo más de un mes aterricé en Lomé capital de Togo, procedente de Johannesburgo. He viajado por Togo, Benín, Burkina Faso, Mali y Ghana.

En pocos dias partiré hacia Costa de Marfil. Despues, termino mi periplo alrededor del mundo. Africa Meridional tiene poco que ver con Africa Occidental. Los países que forman el cono Sur africano están dominados económicamente por una minoría blanca, en su mayoría de origen británico. La influencia europea es latente y los territorios gozan de una infraestructura mas desarrollada. Hay más carreteras pavimentadas pero también más turistas que mascan chicle, visten camisas hawaianas y te preguntan donde queda la hamburguesería. El transporte público es más cómodo, la corriente eléctrica funciona regularmente, el agua del grifo es casi potable, existen menos aglomeraciones en las oficinas públicas, etc. Pero en Africa meridional noté más pena y resentimiento en la mirada de los nativos negros…

En Africa Occidental y sobre todo en las ex-colonias con fuerte influencia francesa como Togo, Benin, Burkina Faso y Mali, me he sentido muy cerca facetas más profundas y humanas del continente negro. En este Africa el hombre blanco escasea o se esconde en hoteles de lujo, embajadas o mansiones. Los olores y la suciedad impregnan el ambiente, la infraestructura turística está poco desarrollada y los elementos esenciales para vivir con dignidad son más difíciles de conseguir. Físicamente he sufrido más, y no por este calor húmedo que amuerma los sentidos, sino porque he padecido múltiples diarreas, vómitos, fiebre, y algunas garrapatas que se emborrachaban con mi sangre. No he disfrutado de la comida y mantener el apetito ha sido una batalla diaria. Una dieta muy homogénea a base de arroz, fideos, salsa picante, algo de carne, acompañada de agua tibia y sucia hacían que temiera la hora del almuerzo. Este mes creo que he rebajado mi peso hasta 65 kilos. Me parece que voy a poner una empresa con el slogan “si quiere adelgazar, viaje conmigo”.

A pesar de las incomodidades, es en esta tierra donde he sentido Africa como una experiencia que te impacta hasta la médula. Es contradictorio, pero mientras más sufres por adaptarte, más valoras lo que te está pasando. Aquí estoy muy lejos de la disneylandia de Victoria Falls, del extraño implante de Alemania en el desierto namibio y de los rascacielos de vidrio de Johannesburgo y Harare. Mantengo mi teoría de que no hay países mejores ni peores. Solo son diferentes. Las diferencias positivas y negativas se equilibran y compensan para hacer de cada cultura, civilización y paisaje algo novedoso, incomparable y siempre atractivo.

La diversidad es maravillosa. Cuando regrese a casa, más de un amigo me va a a preguntar: ¿que es lo que más me ha gustado de este inolvidable continente?. La respuesta es: he disfrutado más en Tanzania, Namibia y Mali. Los dos primeros, por sus paisajes, el tercero, por sus gentes.

Cuando me refiero a la gente, lo hago a los habitantes de Africa Occidental. Rara vez, exceptuando Tailandia, he visto un pueblo tan pacífico y amigable. Muy pocas veces he sentido temor de caminar por sitios recónditos y oscuros durante la noche. Sólo tuve un incidente cuando en Ouagadogou cacé a un tipo con la mano en mi bolsillo en la entrada a un partido de fútbol. No llegó a mayores y salvé por los pelos mi documentación y dinero.

Sólo en las 1 aglomeraciones urbanas como Accra o Ouagadogou he caminado con cuidado. En la mayoría de los lugares podía dejar mi mochila (con el escudo del Betis y la bandera de España bien visibles) apoyada en una pared, sin preocuparme demasiado por un eventual robo. Llegué a la conclusión de que hay una enorme falta de riqueza material y casi todos están muy por debajo de la línea de pobreza absoluta. Donde no hay desigualdades, no hay envidia. Sin envidia, no hay violencia. Entre otras cosas, hay tres razones por la que Africa del Oeste me ha resultado una experiencia diferente: 1) al salir de las ciudades e introducirse en zonas rurales es fácil toparse con tradiciones ancestrales que aún se conservan intactas. 2) podía pasar días o semanas sin ver a otros blancos. Cuando los encuentras, suelen ser europeos que trabajan en proyectos de ayuda internacional, se dedican al tráfico de objetos antiguos o pertenecen a alguna ONG. 3) algunos de mis caprichos se satisfacían con solo pedirlos. Los nativos se esforzaban por que me sintiera a gusto. Estoy en un Africa donde el hombre blanco es percibido como un benefactor. Es una gran contradicción…

las barbaridades que los europeos cometimos en esta parte del mundo durante los últimos doscientos años me hacen temblar. Sin embargo, muchísimos proyectos que ayudan a elevar los paupérrimos estándares de vida (los países que he mencionado se encuentran entre los 20 más pobres del mundo) están financiados por europeos, norteamericanos y japoneses. En algunos casos he notado que la piel blanca significa para los negros un estadio intermedio entre lo humano y una entidad superior. Te sonríen y saludan cuando caminas por la calle, te toman de la mano, te quieren sacar de paseo, preguntas una dirección e inexcusablemente te acompañan hasta el destino, las esperas eran muy cortas cuando hacía auto-stop, comparten contigo lo poco que tienen, los hombres te presentan a sus hijas con la esperanza de que ella puedan acceder a una “mejor” vida, se recrean y disfrutan de tu compañía, te ceden los lugares mas privilegiados… todo a cambio de estar cerca de tí durante unos escasos minutos o de intercambiar direcciones, para que algún día pueda ayudarles a salir de una tierra de la que no se sienten orgullosos y acceder al paraíso que desean por las películas americanas. Estos africanos son conscientes de su pobreza y retraso. Suelen estar atentos a que compartas con ellos algunas de tus “ilimitadas” riquezas. Para ellos, todos los blancos somos multimillonarios.

Piden dinero con tanta ingenuidad y candidez que te hiere el alma. Hace muchos años que les arrancaron la dignidad. Hasta los más viejos y orgullosos sienten el derecho de reclamarte parte de las riquezas que al blanco le sobran. Por todo esto, a pesar de las incomodidades, las enfermedades, el agobiante calor, el polvo, las tediosas gestiones para obtener visados, la terrible comida, la suciedad y los infernales transportes públicos, la experiencia de Africa Occidental ha sido la más autentica de mis correrías por Africa. LOME, TOGO Llegue en avión a Lomé el 12 de Enero desde Johannesburgo. Air Afrique vuela desde Sudafrica hasta Togo con escala intermedia en Abidjan (Costa de Marfil). Es más barato terminar el viaje en Togo que bajarse en Abidjan. Aún no lo entiendo.

Lomé es una ciudad costera entre Benín y Ghana, a aproximadamente doscientos km de la atormentada Nigeria. Es capital del estrecho y alargado reino de Togo. Al contrario que muchos países del Oeste africano, se puede entrar en Togo obteniendo el visado en el aeropuerto. La noche me recibió con un calor pegajoso y húmedo. En esta época, el “Armattan” o arena y polvo del desierto sahariano permanece suspendido en el aire durante tres meses, ocultando el sol y haciendo descender las insoportables temperaturas del mediodía. La primera noche en Africa Occidental fue especial.

A la una de la madrugada, después de enterarme en el aeropuerto de Lomé que las pensiones de mi lista estaban completas o nadie descolgaba el teléfono, hice caso a un negrito que me insistía para que le acompañase al hotel/pensión Robinson, al Este de Lomé, cerca de la playa y cerca de la frontera con Ghana. Llegue al Robinson a las dos de la mañana. Es un lugar peculiar habitado por europeos cuarentones, con aspecto de desahuciados o de haberse quedado atrapados en un lugar al que no pertenecían ni les gustaba, pero del que les faltaba voluntad para huir. Atravesé rápidamente la terraza-restaurante y un par de ellos me saludaron con desgana, mientras varias almas solitarias apoyadas en la barra miraban fijamente su vaso de whisky. Las prostitutas merodeaban 2 y mendigaban una cerveza francesa a los “habitués”.

Pedí las llaves y subí inmediatamente a acostarme. Fué una noche larga. Hacía un calor asfixiante. Los mosquitos se colaban en tropel por los minúsculos huecos de mi mosquitera y no paraban de zumbarme en los oídos. Daba vueltas en la cama y sudaba bajo las enormes aspas de madera de un ruidoso ventilador. A la mañana siguiente, tras matar varias cucarachas que paseaban por mi colchón y pasar un rato reparando la ducha, bajé al bar para preguntar la mejor manera de llegar a la frontera con Ghana, a sólo 2,000 metros del hotel.

También pretendía obtener información sobre visados de entrada y cambiar dinero en el mercado negro. Una “negrita” peluquera me escuchó preguntar y se ofreció para acompañarme. Decía conocer el mejor sitio para cambiar dólares americanos por CFAs. El CFA es la moneda oficial de los países francófonos en esta parte de Africa. Me condujo a un grupo de hombres arrugados y vestidos con viejas túnicas descoloridas. Para mi sorpresa, los “cambiadores” jugueteaban con gruesos y ordenados fajos de billetes de 100 dólares y 10,000 CFAs. Durante algunos momentos de tensión, en que mis ahorros cambiaban de manos, tuve que andar con cuatro ojos para que no me la pegaran. Obtuve un 15% más que el cambio Oficial (610 CFAs por un dólar). El resto del día me paseé por Lome usando los taxi-ciclomotores y con la peluquera togolesa como guía de lujo.

Por la noche invadió mi habitación con ganas de guerra. Pero yo estaba en son de paz y no quería jaleo. Durante los días siguientes tuve pocos problemas para hacer amigos africanos. Al día siguiente, 13 de Enero, caminaba sólo por la Avenida 13 de Enero, una de las arterias principales de la ciudad. Paseaba sin rumbo por zonas donde no se ve a un hombre blanco ni por asomo. Divisé una construcción tipo andaluz que destacaba entre la desordenada arquitectura. Apresuré el paso y mi curiosidad crecía a medida que me acercaba. Terracota blanca, ventanas con arco de ojiva, tejas, rejas andaluzas…

Cuando llegué leí sobre la entrada: “La Bodega”. Me asomé y me llevé una sorpresa mayúscula. Mis ojos recorren atónitos un restaurante donde en las paredes cuelgan banderillas, capotes, fotos de la Maestranza y de las Ventas, carteles que con letra gruesa dicen “6 bravos toros 6” y en las mesas manteles amarillos cruzados sobre manteles rojos. De fondo, música del Camarón de la Isla. Para cerrar este panorama propio de una película de Fellini, un par de camareras negras tizón con el pelo recogido y culo respingón VESTIDAS DE TRAJE DE LUCES se movían con parsimonia atendiendo a los escasos clientes.

Pregunté a una de ellas quien era el gerente. Fueron a buscarle y apareció un hombre blanco de mediana edad, enjuto, con la cara chupada, camisa de flores y pelo negro, largo y lacio sobre los hombros. Se presentó como Manolo, de León. Gitano de pura cepa. Mi tocayo empezó a recorrer el mundo cuando era muy joven. Narraba con gravedad que durante su vida había montado restaurantes típicos españoles en Lisboa, California, Australia, Bélgica y ahora probaba con Africa. Su nomadismo era el reflejo de una búsqueda imposible. Me confesó que se alegraba de recibir la visita de un español.

Mientras le escuchaba, yo comía un gazpacho que sabía a rayos. Un rato después se levantó para atender una urgencia y me quedé solo. Al fondo del restaurante ví a un hombre blanco que también comía solo. Me acerqué para saludarle. Era un hombre de unos cincuenta años, con poco pelo, algo gordo y vestido de manera sencilla. Me presenté en inglés y me contesto en inglés. Me dí cuenta que el inglés no era su primer idioma. Le pregunté su nacionalidad. Me contestó: “Spanish”. Con alegría dije en español: “¡¡ yo también!!”. La situación era parecida al chiste de los dos leperos en Londres que coinciden en un taxi, uno como chófer y el otro como cliente. Hablamos animadamente durante un rato. Le conté parte de mis correrías. Le traté con mucha confianza, casi como a un amiguete.

Hasta que se me ocurrió preguntarle, “Y tú, ¿que haces en Lomé?”. Con toda sencillez me contestó “Soy el embajador español para Ghana y Togo”. Ostras Pedrín. Nuestro embajador Diego está basado en Accra, Ghana, pero había venido a Lomé durante un par de días y almorzaba en La Bodega antes de regresar al país vecino. Me disculpé por mi naturalidad y desparpajo. Se rió y me contestó “Cuando pases por Ghana, no dejes de llamarme. Te invito a almorzar en casa“ Un mes después correspondí a la invitación.

Pero esa es otra historia. Togo, al igual que la mayoría de los países de Africa Occidental, me pareció una república bananera: Eyadema, el dictador de turno, hace lo que le viene en gana, y lo hace desde hace muchos años. El cruel general rige los destinos de Togo con puño de hierro. 3 El 13 de Abril, día siguiente a mi llegada, se celebró la Independencia en todas las poblaciones de la nación. Creo que 9 de cada 10 togoleses no tienen la más remota idea de quien se ha independizado de quien.

Destartalados autobuses llenos de campesinos llegaron la noche anterior desde el Norte el país. Habían recibido de los hombres de Eyadema la promesa de cobrar 6000 CFAs por desfilar delante de su presidente. Frente al palco presidencial, en el bacheado paseo marítimo, se agolpaban miles de personas para ver un espectáculo grotesco. Una soldadesca desfilaba a cámara lenta acompañada por armamento pesado de la Segunda Guerra Mundial que parecía recién desenterrado para la ocasión. Detrás pasaron los niños y mujeres ataviados con trajes de fiesta y mostrando al presidente su mejor sonrisa.

Desfilaban al son de estridentes marchas militares que sonaban desde docenas de cascados altavoces. Todas las cadenas de TV retransmitían el evento. La parodia continuó toda la mañana. Ese mismo martes 13 de enero, después del desfile, Eyadema declaró festivo el resto de la semana. Este triste espectáculo es un ejemplo más entre las muchas evidencias que me han hecho abandonar la ingenua idea de que a corto o medio plazo Africa tiene una salida digna o un futuro económico y político. O mucho tienen que cambiar las cosas. CEREMONIA “VOUDOO” (BENIN) Pocos días después viajaba en un vetusto taxi hacia Benín por la carretera de la costa. Iba apretujado en el asiento trasero entre cuatro africanos. Los tres que iban delante hacían que el chófer condujera con medio cuerpo fuera. Dicen que Benín y Nigeria son la cuna del vudú. De aquí se exportó al Caribe. Mi mayor interés era experimentar de cerca una ceremonia en la que aldeas enteras se reunen para reclamar a los dioses buena fortuna o para, en secretos y discretos grupos, desear maldades a enemigos e invocar espíritus ancestrales. Quería alejarme de las zonas visitadas por turistas blancos.

Por recomendación del taxista partí a Adokonou, una pequeña aldea en el interior del país, cerca de Abomey. En Adokonou se celebraba en breve el aniversario de una conocida familia local, y durante tres días todo el pueblo o colectividad se reuniría para pedir a sus dioses ayuda y buena suerte. Llegué a Adokonou en el sillín trasero de un ciclomotor-taxi conducido por un africano con una enorme cicatriz que le atravesaba la cara. En el Oeste de Africa los recién nacidos son sometidos por la familia a un rito de iniciación en el que sufren largos y profundos cortes en las mejillas que los identificará el resto de sus vidas con su tribu o clan familiar. Los aldeanos de Adokonou se sorprendieron por la llegada de “le blanc” (así llaman a los blancos) y enseguida me ofrecieron alojamiento en la casa de barro de Da-Ravivi, uno de los jefecillos de la familia que iba a ser homenajeada.

Así como en los bancos de inversiones de Nueva York casi todos los empleados son vicepresidentes, en las tribus de Benín casi todos los hombres maduros son reyes. Da significa rey. Da-Ravivi es chofer, no muy inteligente, gordo y bonachón. El día de mi llegada me paseó orgulloso por la aldea tomado de la mano. La choza de Da-Ravivi es de cemento y barro (un lujo en Adokonou). Vive cerca de sus tres esposas, que cocinan y limpian todo el día, con sus pechos secos y fláccidos al descubierto. Los hijos juegan a su alrededor desnudos, churretosos, con la panza hinchada y enormes cabezas. Siempre encontraban un motivo para sonreir. Da-Ravivi no duda en cederme su cama, el único mueble importante que posee. Las tres esposas viven en chozas separadas. Las visitará por la noche si cocinaron bien durante el día.

Me asigna como guía inseparable a Justine, su hija mayor. Justine tiene 18 años y complexiones muy africanas: piernas cortas, pechos grandes, piel muy oscura, ojos saltones, pelo estropajo, culo respingón, labios muy gruesos, y mucha vitalidad. Su vestido es un paño único de vivísimos colores alrededor de cuerpo y otro en la cabeza. Esta obligada a arrodillarse para servir la comida y bebida a su padre y tíos. Da-Ravivi se ocupa de gestionar mi asistencia al gran evento. Me cuenta en un francés chapurrero que los blancos no visitan nunca estos lugares, y menos como yo, para tomar fotografias. Durante el resto del día, aldeanos y familiares se acercan a la choza para saludarme. Algunos me observan como el que mira a un marciano.

La gran ceremonia vudú en honor a la familia de Da-Ravivi comenzaba esa misma noche. Tomándome de la mano Justine me condujo hasta el centro de la aldea, donde al aire libre cientos de personas se sentaban haciendo un amplio círculo alrededor de una explanada de tierra y polvo, bajo la luz de la única lámpara eléctrica de Adokonou. Muchos me observaban con curiosidad pero con respeto. Tras una larga espera se escuchó un murmullo, se abrió el círculo en uno de sus extremos y se introdujo hasta el centro de la multitud un desvencijado Peugeot 504 (¡¡un coche!!). 4 Expectación y silencio. El chofer descalzo abre la puerta para que descienda un enorme y obeso negro enrollado en alegres y lujosas telas estampadas, blandiendo un bastón e inundado con quincallería que se derrama sobre su voluminoso tórax. El tipo es imponente. Se acerca con paso grave hacia las sillas de plástico instaladas para él y su séquito de esposas y familiares. Su nombre es Da-Da o Rey-Rey.

Solemnemente se acomoda en la silla que está a punto de doblarse, hace un gesto con la mano y comienza el rosario de reverencias: aldeanos bien vestidos se turnan para arrodillarse a los pies de Da-Da, tocando el suelo con la frente y echándose polvo por detrás del cogote. Es una forma de saludar con respeto. El rey de reyes ignora olímpicamente la procesión de súbditos que se tira a sus pies, mientras escudriña a los numerosísimos niños traviesos que se revuelven con impaciencia en el suelo en espera del inicio de la ceremonia. Da-Da me ve entre la multitud y me hace un gesto con el dedo para que me aproxime. Cuando estoy delante de él comienzo una genuflexión, pero me toma del hombro y me dice en un correctísimo francés y con una sonrisa: no es necesario que “le blanc” me reverencie.

Me ofrece una silla a su lado, desplazando a algún cortesano desafortunado, y me concede permiso para tomar fotografías y moverme libremente entre la multitud. Por unos momentos, me sentí un tipo muy importante. Se hace el silencio y empiezan a redoblar los tambores. El círculo de gente se vuelve a abrir y con pasos cortos y en fila los “fetiches” se introducen hasta el centro. Los fetiches están representados por aldeanas con status semidivino que en la religión animista representan el nexo entre los dioses y el mundo. Conté más de ciento cincuenta fetiches. La mayoría son mujeres viejas. Van ataviadas con telas blancas bordadas y enrolladas, muchos kilos de quincallería barata colgando de la cintura, cuello, orejas, brazos y tobillos, una cimitarra en el costado, turbante en la cabeza y otros adornos que me es difícil recordar.

Caminan con aire muy solemne en filas de dos. Recordé que durante la mañana previa a la ceremonia me había detenido a observar grupos de fetiches que paseaban en fila por la aldea al son de unas campanillas. A su paso debíamos inclinarnos. Algunos aldeanos se tiraban a sus pies y las fetiches interrumpían momentáneamente su desfile, tocando las palmas para traspasar fortuna al fiel devoto. Cuanta fe. Es de noche pero sigue haciendo calor. La percusión asciende lentamente hasta adquirir un nivel molesto y sin ritmo perceptible. Los primeros fetiches llegan al centro del círculo y empiezan a contorsionarse con movimientos espasmódicos. Se turnan en grupos de dos hasta diez. Patean el polvo y ondulan los codos agitándose como gallinas. Mantienen las palmas abiertas boca abajo mientras avanzan y retroceden con la mirada fija en el suelo. Un minuto después el primer grupo se aparta y entra otro grupo.

La estruendosa “música” sigue su ritmo ascendente y la ceremonia prosigue con intensidad durante horas. Varios fetiches masculinos (el diablo, el bufón, el mago, el brujo) se mezclan con los grupos del centro para dirigir o divertir a los asistentes. Da-Da observa apoltronado en su silla y con cara de aburrido. Le pido que me deje hacerle una foto y me dice que espere. Da-Da se reacomoda con dificultad en la silla, se arregla los paños, toma el bastón con las dos manos y adopta una posición regia, con la barbilla alta y sin dejar de mirar a la cámara. Me interesé por el sentido y orígenes de la ceremonia, pero sólo encontré evasivas. Pasé otro día con otra noche completa de ceremonias en Adokonou. Pero llegó el momento de la despedida. Diplomáticamente rechacé el ofrecimiento de la familia de Da-Ravivi para llevarme conmigo a Justine. La noche anterior había cometido el error de defenderla en una discusión familiar. Como consecuencia todos pensaron que estaba enamorado de ella. Esta situación, unida a mi desacuerdo sobre el dinero a pagar por la estancia en casa de Da-Ravivi y por asistir a la ceremonia, crearon un ambiente tenso durante mi despedida.

El adiós no fue amigable y partí de Adokonou al amanecer sin recibir un “au revoir” o un abrazo. Casi todos los que me habían recibido con los brazos abiertos escrudriñaban mi paso agazapados detrás de las puertas y ventanas de las chozas. Fue uno de los momentos más tristes del viaje. Al día siguiente estuve postrado en una cama con fiebre, diarrea y vómitos. ¿Casualidad o vudú? MALI: EL PADRE PEPE Y EL PAIS DOGON Tras la experiencia en Benín y recuperado de la breve pero intensa enfermedad me encaminé hacia una misión católica cerca de Dapaong, en el Norte de Togo, a 700 km de Lomé y muy cerca de la frontera con Burkina Faso.

Las doce horas de furgoneta desde Lomé hasta Dapaong fueron un auténtico suplicio. Viajé encerrado en un viejo trasto por una carretera llena de profundos baches, a temperaturas asfixiantes y con sobrecarga humana (todos nativos africanos) y de mercancías. Además, el africano que se apretaba y sudaba a mi costado estaba absolutamente seguro que él sería el 5 próximo presidente de Togo. ¿Recuerdas las escenas de la re-educación de Malcolm McDowell en “La Naranja Mecánica?”. Como siempre, parábamos cada veinte minutos para sobornar al soldado de turno encargado del control de carretera. En una jornada pasamos de una vegetación exhuberante y un calor tórrido y húmedo en el sur a los parajes calurosos, secos e inhóspitos del norte del país. El padre Pepe regenta la misión católica de Dapaong con una autoridad derivada del enorme respeto que le profesan los aldeanos, sean cristianos o animistas.

Pepe es un granadino de 35 años, estatura media, viste como un laico, campechano y con una energía y ganas de vivir envidiables. Aterrizó hace un año y aún tiene dificultades con los dialectos locales. Pero no importa, porque todos los días hace auténticos milagros entre cientos de nativos que acuden a pedirle ayuda. Pepe tiene bien entrenado a su cocinero Umbu.

Nada más llegar, me preguntó en francés (no habla español): Umbu: cést quoi finco? Contesté: finco? Umbu: por el c… te la hinco. ¡¡ Ja Ja Ja !! Poco después yo le devolví la jugada al padre Pepe a través de Umbu… Umbu: je suis mones Padre Pepe: mones? Umbu: no me toques los c…. ¡¡ Ja Ja Ja !!

Durante los días que estuve en la misión, Umbu no paró de pegarnosla con palabras que terminaban en “ones” Con la ayuda de dos ancianas monjitas francesas, Pepe administra una extensa diócesis con miles de fieles. Pero también hace sus pinitos como médico y cura/venda/extirpa las heridas e infecciones de una larga fila de aldeanos de todas las edades que por las mañanas se agolpan frente a su puerta. También es profesor en varias escuelas y coordina la actividad educativa de su diócesis, organiza ferias en las calurosas aldeas para recolectar dinero y reconstruir el techo de alguna escuelita destruida por las torrenciales lluvias de la estación húmeda. Pepe financia un exiguo presupuesto numerosos proyectos locales, como la creación de una escuela de costura para elevar el miserable status social de las mujeres y jóvenes de Dapaong.

O la construcción de un albergue para proteger el inevitable apaleamiento de algunas ancianas viudas que son condenadas al azar por el brujo de la aldea, sólo porque a varios cientos de metros un recién nacido está maldito, esto es, la madre ha parido y las piernas han salido primero. O la construcción de una residencia para alojar y proteger a las jóvenes que escapan de un matrimonio arreglado por las familias cuando ellas aún no han nacido. Es habitual que chicas de 15 o 16 años se conviertan en la tercera o cuarta esposa/esclava de algún rico anciano que paga una generosa dote a la familia de la desafortunada. Etc. Al observar a Pepe, me acordaba de Indiana Jones… Después de tres días en la misión, dejé Togo y entré en Burkina Faso (antiguo Alto Volta) camino hacia Mali, en el corazón del Africa Subsahariana. Su capital Ouagadougou (Ouaga) tiene poco de interés. Como muchas capitales africanas, es grande, fea, sucia y calurosa.

La llegada a Ouaga fue anecdótica. Te cuento otro típico ejemplo del transporte público y la filosofía de vida en Africa Occidental. Pasé doce horas a más de 40 grados para recorrer sólo 250 km, con 19 personas apretujadas hasta lo indecible en una pequeña furgoneta, que se averiaba y pinchaba cada pocos kilómetros (arreglar sólo una avería nos consumió tres horas), pararnos a sobornar o suplicar el paso en más de 20 controles de carretera.

Llegamos a Ouaga a medianoche. Soltamos al primer pasajero en los suburbios de la ciudad. Después descargamos en el Mercado Central durante una hora y media las 80 cajas de chocolate (!!) de 15 kilos -cada una- que iban ilegalmente sobre el techo de nuestro vehículo (aun me pregunto como se mantuvieron arriba todo el viaje). Estaba deseando meterme en una cama. Pero ocurrió lo que no había previsto: la gorda que se sentaba a mi lado descubrió que el pasajero que se había apeado en los suburbios un rato antes le había robado un zapato de una bolsa. A las dos de la madrugada la furgoneta con todos sus pasajeros regresó a los arrabales de Ouaga para buscar al ladrón. Tras muchas vueltas por callejones inmundos, el chofer tuvo un momento de claridad mental y decidió que el caco se había esfumado. Volvimos a Ouaga. A partir de este momento, la furgoneta y sus 18 pasajeros inició la búsqueda de una pensión económica para mí, “le blanc”.

Primer tugurio, no hay cama, segundo, tercero y cuarto, tampoco. En cada parada todos se bajaban para acompañarme a la 6 recepción. En la quinta pensión: ¡aleluya! Todos me despidieron con sonrisas y abrazos. Aquí los problemas siempre tienen solución. La próxima etapa era el País Dogón, en Mali. El viaje Ouaga-Mali toma varios días por carreteras de tierra y polvo a lo largo de una estepa semidesértica. La distancia es corta pero los transportes son escasos. En el camino me detuve una noche en Ouayghia, un pueblo burkinabés sucio y populoso. Paseando antes de acostarme me enteré que esa misma noche televisaban el amistoso de fútbol España-Francia. Pague 10 pesetas por un lugar en la azotea del club social. Durante el partido, fui el único que gritó a favor de España entre 150 burkinabeses francófonos.

Por desgracia nuestra selección perdió y me quedé con las ganas de mofarme de la multitud. Llegué a Bankass, ya en territorio de Mali, tras hacer muchos pequeños trayectos en autostop y tragar toneladas de polvo. Para un hombre blanco es fácil moverse por Africa a dedo. Mali es uno de los cinco países más pobres del mundo y 20% de su PIB proviene de donaciones externas. Bankass es el punto de partida para entrar en el universo Dogón. Los dogones son una tribu de 30,000 africanos que viven en pequeñas aldeas y su hábitat es una aislada zona desértica en las faldas de la Falla de Bandiagara.

Han conseguido mantener una religión, arte y costumbres autóctonas. Los dogones resisten heróicamente los embates de la arrasadora expansión del Islam en el Africa del Norte y Occidental. La etnia Dogón fue expulsada de sus asentamientos hace 1000 años. Emigraron hacia el sur en busca de refugio más al sur y llegaron a Mali. Construyeron sus asentamientos suspendidos en los bordes de la falla para escapar de los pueblos y animales hostiles que vivían en el llano. Crearon una espectacular arquitectura colgante, una agricultura en terrazas y un sistema de enterramientos y tumbas muy particulares.

Da la impresión que los dogones viven estancados hace 300 años. Hace un siglo descendieron de la escarpada falla y hoy viven en el llano a la sombra de la enorme formación rocosa. Son absolutamente dependientes de los escasos pozos de agua subterránea. Sus extravagantes ritos y ceremonias animistas hacen que sea un lugar muy interesante para visitar. Por suerte y gracias a las inclemencias del sol el turismo aún no se ha disparado, pero la afluencia se está multiplicando en los últimos años. El País Dogón y otros lugares fabulosos como algunas zonas de China, Tibet y Chile son tesoros que hay que darse prisa para conocer antes de que sucumban ante los zooms de las hordas japonesas y los cultivados comentarios de jubilados tejanos. Con un improvisado grupito que formé con una francesa compañera de trayecto y un guía contratado en Bankass nos dirigimos a Ende, el poblado dogón más cercano. Viajamos subidos a un carrito tirado por un buey.

En los días siguientes caminamos hasta Yabatalu y Benigmato. La civilización Dogón está esparcida por unas 15 aldeas a lo largo de la falla. Con temperaturas muy por encima de los 40 grados nos movíamos para visitar las aldeas. Aprovechábamos el “fresco” de las primeras y últimas horas del día. Durante la tarde era imposible mover un dedo. El calor era espantoso. Dormíamos bajo las estrellas en los tejados de las casitas de barro de las aldeas Dogón. Tras abandonar las aldeas dogonas continué, en una odisea más sobre cuatro ruedas, hasta Djenné (Mali). Djenné es una ciudad 100% negra y musulmana situada en el delta del Níger. Su peculiar arquitectura de casas y mezquitas de adobe con esquinas redondeadas, calles estrechas y un impresionante mercado todos los lunes hacen de Djenné, junto a Zanzíbar, uno auténtico deleite para cualquier fotógrafo o amante de Africa.

Durante los días siguientes desanduve el camino y regresé a Ouagadougou, capital de Burkina. Por casualidad llegué al comienzo de la Copa Africana de Naciones, una competición futbolística parecida a la Copa de Europa. Mientras hacía gestiones ante el comité organizador para obtener una acreditación de periodista (que me fue denegada por mentiroso) conocí a un africano sobrino del ex primer ministro de Camerún. Gracias a él me pase tres días almorzando y cenando con los jugadores del la selección nacional de Camerún y hablando de Boca y Argentina con Tchami, el ariete del equipo. Asistí a la ceremonia de inauguración y animé al equipo de Burkina como si fuera uno más. Llevo tres días en Ghana.

Hoy me ha invitado Diego, el embajador español, a almorzar en su casa con su esposa. En tres días salgo hacia Abidjan en Costa de Marfil. Viajaré bordeando la playa y aprovecharé para visitar algunos de los numerosos fuertes que los europeos construyeron hace un par de siglos para hacinar a 15 millones de esclavos 7 africanos antes de embarcarlos para America y el Caribe. Desde Abidjan, a casita. Lo necesito porque mi aparato digestivo no se cansa de jugarme malas pasadas.

Por último dejo un huequecito para los homenajes. Quiero mencionar el trato que he recibido de algunas amigas africanas. Shariffa en Tanzania, Diane en Malawi, Joyce en Botswana, Fidele en Togo, Fátima y Mandina en Burkina, Gladys en Ghana y Sabara en Kenia. Casi todas tenían unos cuerpos de ensueño y me sacaban un palmo de altura. Hasta la próxima 8