Fulaga es autosuficiente, y el único contacto con el mundo ahí afuera es la visita del Golea de turno, que ancla frente a la playa cada mes o dos meses. Las tres aldeas de la isla, Muanaicake, Muanairrá y Neimandamu aprovechan estas visitas para aprovisionarse de sal, té, raíces de Kava, medicinas, chapa corrugada, gas oil etc. Los nativos utilizan para pescar largas canoas talladas en un tronco, estabilizadas por un trozo de madera alargado unido a la canoa por dos recias ramas. Están propulsadas por una larga pértiga que maneja una persona de pie en la popa, como un gondolero veneciano. Una ojeada al interior del sencillísimo almacén de Muanaicake deprime. El dinero casi no se utiliza. Los artículos importados que trae el carguero se pagan con tanoas fabricadas localmente. La artesanía en madera es la única actividad que mantiene frente al exterior la débil economía de Fulaga. Los nativos tallan las tanoas y las entregan al almacén local a cambio de una anotación en cuenta por un valor aproximado a un euro. Estas mismas piezas talladas se venden en las dos islas principales a veinte o treinta veces más. Algún intermediario sin escrúpulos se está haciendo de oro. He intentado transmitirles esta evidencia. Les duele. No saben que hacer y no les cabe en la cabeza que alguien pueda aprovecharse de ellos. Están acostumbrados a que les cuiden desde fuera. Creo que quedarían desilusionados si comprobaran que otros están manipulando su esfuerzo y dedicación. Sospechan algo, pero el jefe de la isla no parece querer que las cosas cambien. Cuando regresé a Suva manifesté esta situación al gobernador que defiende los intereses de Fulaga y el archipiélago Lau Sur. Me escuchó muy interesado y espero que tome alguna medida.
A lo peor, estoy interfiriendo con el modo de vida de los isleños. En Fulaga el dinero significa muy poco. Solo en Tíbet, Mongolia y partes de la India he visto grupos humanos tan desinteresados y alejados de la sociedad de consumo. Sirva como ejemplo que durante toda mi estancia en Fiyi y Fulaga sólo gasté unos cien euros, la mayor parte para comprar regalos antes de zarpar rumbo a Fulaga, incluyendo las raíces de grog (quince euros el kilo) y la botella de Jack Daniels (30 euros). Además, a mi regreso compré a Lagi y Joana una docena de películas de video que les entregaría el Golea en su próximo viaje.
El mataqali de Lagi es un clan supersticioso, como los demás. Joana me reveló que en un lugar cercano encontraría un cementerio, escondido entre rocas y maleza, al que se accedía trepando con pies y manos por una colina. Allí yacían esparcidos y sin enterrar los huesos de antiguos enemigos de su clan y su tribu. Cuentan las leyendas que, hasta principios de 1900, los enemigos muertos en batalla no merecían ser enterrados. Los vencedores preferían aprovechar su carne y comerla durante el festín para celebrar la victoria. Encorvándose, Joana me contó en voz baja y una mano en la boca que el cementerio es un lugar tabú, de cuyos malos espíritus se mantienen alejados. Mis súplicas no fueron suficientes para que alguien se atreviera a mostrármelo.
A muchos les incomodan hablar de las leyendas y antecedentes caníbales de sus antepasados. La temática es políticamente incorrecta. Al principio me resultó difícil extraerles información, y no insistí al notar que se les contraía el normalmente agradable gesto.
Sin embargo, me gustaría contarte una interesante historia de heroísmo, guerra y canibalismo que he leí en la biblioteca de Suva. Narra las peripecias del oficial Dillon en el navío inglés Hunter, hace un par de siglos:
Robson era el capitán, muy experimentado en viajes por las Islas Viti y con influencia en la comarca por su interés en el comercio de madera de sándalo. En febrero de 1813 el Hunter (su corbeta) fondeó en la bahía de Wailea, ante un riachuelo que conduce a la aldea situada a una media legua de la costa sobre una explanada abierta en la selva. Nada más llegar, Robson recibió la visita en piragua de su amigo el jefe nativo Bonassar. El cacique le comentó que esta vez la tripulación no podría cortar la preciada madera mientras no le ayudase a combatir a sus enemigos. En aquella época las armas de fuego europeas eran muy superiores a las lanzas y flechas melanesias. Robson optó por cederle tres embarcaciones con veinte fusileros, que se unieron a un ejército de cuatro o cinco mil isleños. Pronto la isla de Nanpakab fue conquistada sin problemas por las tropas de Bonassar.
Pero varios meses después el cargamento de madera aún era un tercio de lo convenido. El cacique no estaba cumpliendo con lo pactado. Robson estaba furioso porque se sentía manipulado. En diciembre decidió invadir la isla.
“Sus hombres desembarcaron en la playa sin encontrar obstáculos. Pero cometieron una gran equivocación: se adentraron en la jungla en pequeños grupos de cuatro o cinco en vez de una escudarse en una única y compacta formación. Rápidamente fueron diezmados y asesinados por los nativos emboscados en la maleza. Una hora después sólo quedaba intacto el destacamento de Dillon, compuesto de ocho marineros armados, dos jefes nativos de la isla Bao y sus guerreros. Los enemigos se habían pintado los rostros con la sangre de los europeos muertos. Bloqueados por todas partes, Dillon y sus hombres habían perdido toda esperanza de retirada, y sólo pensaban en vender caras sus vidas. En su desesperada situación, Dillon avistó en medio de la llanura una roca aislada y casi inaccesible, que le pareció una fortaleza levantada a propósito para la salvación de sus hombres. Era una muralla natural cuya cima no podían alcanzar las flechas. A estas alturas quedaban vivos sólo Dillon, los europeos Savage, Bushart y Wilson y un chino apellidado Luis. Los demás habían sido pasados a cuchillo. Afortunadamente la roca era sólo accesible por un lado, fácil de defender y su elevación era bastante considerable para retar a los proyectiles de los isleños. De esta suerte continuó la defensa de aquellos cinco hombres. Cuando un nativo se presentaba en el estrecho sendero que daba acceso a la cumbre de la roca, un fusilazo le hacía morder el polvo a mitad de camino. Más de veinte nativos cayeron abatidos a balazos. Este ejemplo intimidó a los demás. En su tensa espera desde las alturas, Dillon veía por un lado su navío silencioso e impotente para prestarle auxilio. Por el otro lado veía los restos de sus compañeros descuartizados, asados y medio devorados. El oficial y sus camaradas de resistencia sudaban angustiados por la suerte que les aguardaba. Varias horas después, tras una larga pausa sin movimientos, varios jefes isleños se acercaron hasta el pie de la roca para entablar una negociación. Savage y el chino Luis, que creyendo en la buena fe de los salvajes se aventuraron a bajar de la roca y mezclarse. Dillon, Bushart y y Wilson desconfiaron y se quedaron arriba. Después de repetidas e inútiles solicitudes para convencer a Dillon, los nativos prorrumpieron en un agudo clamor y se abalanzaron sobre Savage, sumiéndole la cabeza en un foso lleno de agua y asfixiándolo, mientras el cráneo de Luis saltaba con un golpe de macana.”
Explica Dillon con detalle:
los cadáveres de Savage y Luis fueron extendidos sobre la yerba y descuartizados ante nuestros ojos por uno de sus sacerdotes. Le cortaron separadamente los pies, las piernas, los muslos, las caderas, las manos, los antebrazos, los brazos y la espalda, separando igualmente del tronco la cabeza y el pescuezo. Cada uno de los fragmentos del cuerpo formaba un pedazo de carne que envolvieron con todo esmero en hojas verdes de banano, y los metieron en el horno para hacerlo tostar con raíz de taro.
Sólo quedábamos tres encima de la roca. Los isleños, a sabiendas de que quedaban pocas municiones, contraatacaron con renovado furor. Bushart, hábil tirador, abatió veintisiete nativos de veintiocho fusilazos. Dillon abatió otro buen número de nativos. Wilson se dedicaba a cargar las armas. La vía de acceso a la “fortaleza” estaba atestada de cadáveres. Cansados de aquella guerra sin resultados, los hombres de Viti renunciaron a continuar la ofensiva, y aguardaron a que el tiempo, la oscuridad o el hambre hiciesen caer en sus manos las últimas víctimas. Abajo prepararon un banquete a base de carne europea, y algunos jefes se dirigían hacia Dillon y sus camaradas con pedazos de carne sangrienta para instarles a que bajasen.
Iba bajando el sol y la situación de los sitiados era crítica. Quedaban diecisiete cartuchos, y el primer asalto nocturno debía dar la victoria a los feroces adversarios. Como ninguno de los tres quería caer vivo en manos de los antropófagos, decidieron que al caer la noche debían matarse uno a otro.
Inesperadamente, el sacerdote/brujo de la tribu se acercó a la roca para intentar otra negociación. Subió hasta la plataforma y en ese momento Dillon concibió la idea de tomarlo como rehén. El sacerdote reaccionó con desconcierto ante la rudeza de Bushart, que le había metido el cañón del fusil en la boca. Los nativos aglomerados abajo mostraron su espanto. Dillon y los suyos bajaron con precaución y atravesaron lentamente un pasillo de indígenas, mientras les gritaba en su idioma que la muerte de su sacerdote acarrearía la cólera de los dioses sentados en las nubes, que irritados por su desobediencia encresparían el mar para tragarse la isla con sus moradores. Los nativos mostraron el más profundo respeto a las exhortaciones de prudencia del aterrorizado sacerdote. Bushart y Wilson tenían las bocas de sus fusiles clavadas a las sienes del brujo. Los tres alcanzaron la embarcación en la playa y se dirigieron hacia el navío. A mitad de camino tiraron por la borda al rehén y remaron con todas sus fuerzas hasta alcanzar el navío mientras el sol se acostaba en el horizonte.