FIYI | UN REMANSO DE PAZ

A pesar de estas escalofriantes narraciones, los habitantes de Fulaga hoy conviven y trabajan en armonía. Hay pocos conflictos, peleas o desacuerdos. Cada uno sabe cual será su tarea al día siguiente porque la noche anterior el portavoz y asistente del jefe se pasea entre las chozas como un vocero real, transmitiendo en voz alta las obligaciones y compromisos para la comunidad de cada miembro. Cuando esto ocurre, los nativos suelen estar reunidos alrededor de una tanoa rebosante de narcotizante grog. Por supuesto, en los momentos iniciales.

Durante mi estancia en la isla me permitieron participar en algunas actividades colectivas, como acompañarles en la travesía a una playa desierta para adentrarse en la jungla, en busca de árboles con buena madera para construir un par de casetas con techos de chapa corrugada y proporcionar algo de intimidad a los escasos y precarios inodoros comunitarios. También probé a tallar tanoas con un cincel y un martillo, sentado con mi pareo sobre una alfombra vegetal. Visto mi rendimiento, esa misma tarde me animaron a continuar con otra actividad. Excepto la pesca, las tareas de esfuerzo físico son realizadas por varones. No importa la edad; todos trabajan desde adolescentes. En el día a día no hay diferencias sociales, aunque en los eventos y reuniones es perceptible la escala jerárquica: manda el chief o jefe de la isla, y debajo su familia, sus asistentes, el “post-man” o receptor de correo, y el ministro o guía espiritual, normalmente un sacerdote metodista. El jefe transmite su cargo por herencia a su hijo primogénito. Como en las culturas orientales, los jóvenes suelen respetar mucho a los mayores. Detecté escasa ambición. Pero muchos jóvenes están emigrando a las islas grandes Viti y Vanua Levu. Hace una década Fulaga estaba poblada por quinientos habitantes, hoy sólo quedan algo más de trescientos.  Casi todos trabajan. Por ejemplo, Seula, tío político de Lagi, con sus ochentaytantos años pasa una buena parte de la jornada cavando surcos en la tierra poco fértil de su plantación de tapioca. El jefe local también cultiva su huerto. En Fulaga la cosecha es muy escasa por el origen volcánico y morfología del terreno.

En la parroquia, una vez al mes hay colecta dominical para soportar los gastos comunitarios. La cantidad de dinero que se recauda es ridícula. Pero como dije, el dinero no es importante. Por encima de las obligaciones comunitarias cada uno tiene una obligación mayor: la de procurar el bienestar de su mataqali o clan familiar. Nunca he visto tanta solidaridad entre los miembros de un grupo. Si un individuo de cualquiera de los cinco mataqalis de Muanaicake tiene una necesidad imperiosa, los demás miembros del clan se vuelcan al unísono para taparla. Yo era el invitado vago del mataqali de Lagi.

El tiempo tiene poca importancia. Por primera vez en muchos años guardé el reloj durante varias semanas. Para mantener una mínima noción del tiempo, una de las funciones asignadas a Lubu era golpear con palos dos troncos huecos para anunciar el mediodía y las seis de la tarde.

Fulaga pertenece a sus trescientos y poco habitantes, y para acceder cualquier parte de la isla, por remota que sea, es necesario pedir permiso al mataqali propietario de esa parcela, o al jefe del poblado más cercano. Por ejemplo, para visitar la mitológica cueva donde el dios-gallo se escondió antes de quedar petrificado, tuve que regalar un kilo de grog al jefe de Neimandamu, al que interrumpí mientras cultivaba kassavas en su huerto. Nunca obtuve un No por respuesta. Siempre sonrisas, armonía casi absoluta, tranquilidad, generosidad, conciliación con la naturaleza: ella provee y nadie abusa.

Varias veces al mes las mujeres de Fulaga salen muy temprano en barcazas o canoas para pescar con redes. Tras pasar fuera varios días, regresan con enormes capturas de mariscos y exóticos peces. Las mujeres que se quedan en casa tejen pacientemente enormes alfombras con hojas secas de palmera y cocinan para los varones del mataqali. Es una sociedad en la que predomina el hombre, como en el mundo musulmán, latino o en Japón. Ellas solo beben grog en privado, y esperan para empezar a comer a que los hombres hayan terminado el postre. Joana dormía en el duro suelo de madera, al lado de la ancha y mullida cama de Lagi.

En Fiyi -o Islas Viti hace un siglo- los jefes tribales podían mantener un harén de diez hasta cien mujeres según su fortuna. Por ejemplo, Orivo, jefe de Imbao, poseía para sí solo cien mujeres. La autoridad de los reyes era absoluta, con la condición de que obedeciera los dictados religiosos impuestos por los sacerdotes. El sacerdote tenía tres mujeres, y poseía considerables riquezas, representadas por dientes de ballena. Los plebeyos solo podían tener una mujer. Las mozas se casaban cuando alcanzaban la pubertad, pero los hombres no cohabitaban con su mujer hasta que ellas no alcanzaran los veinte años. Ellos estaban convencidos de que si violaban esta regla, morirían al momento. Solo los hombres con barba podían gozar a las mujeres.

Los dos sexos nunca comían juntos. La pesca, la cocina, la preparación de los alimentos, la fabricación de las telas, eran cosas concernientes a las mujeres, mientras los hombres hacían la guerra, cultivaban el campo y construían las chozas y piraguas. A la edad de quince años circuncidaban a los niños con el auxilio de una cocha delgada y afilada, atajando la hemorragia con una fina tela. Los nativos de Viti se suicidaban cuando se veían insultados por sus caudillos.

No considero físicamente atractivas a las mujeres fiyianas. A pesar de su llamativa piel tostada, sus cuerpos son muy orondos. La obesidad femenina está socialmente aceptada y bien considerada. La nariz es chata, la cara redonda y el pelo fregona tipo afro. Se acicalan poco y eructar es costumbre. A pesar de la novedad de un piel blanca en la isla, a pesar de que alguna madre vino a presentarme a su hija, a pesar de alguien me pidió llevar algo por la noche a un lugar apartado y en el que escuché silbidos en la oscuridad, no llegué a tener contacto físico con ellas. Además, la aldea es pequeña y los rumores corren como la pólvora. Del poder del rumor en sitios espacios reducidos y aislados me puso en guardia una triste anécdota: el día de mi partida, el predicador de Fulaga, su esposa e hijos subieron al barco conmigo, expulsados de la isla. Le habían acusado de violar a una nativa casada. Cometer este error en un lugar tan hermético es cavar tu tumba. Los dos sacerdotes metodistas anteriores también fueron expulsados de la isla por abusos sexuales a menores o intimar con esposas de otros. Estoy seguro que hace algunas décadas el castigo hubiera sido mucho más duro.

Además de la generosa naturaleza y el saber vivir de su gente, Fulaga goza de un tercer regalo divino, la música. No hay radio, CDs o mp3. Existe una pasión especial por la música coral metodista o choir songs. Sólo voces, a capella, sin instrumentación. Durante las largas noches estrelladas, los jóvenes ensayan nuevas canciones alrededor de una tanoa repleta de grog. Sólo durante los ensayos pueden las mujeres beber el preciado líquido. El coro de voces está liderado por el privilegiado oído y compás de Netani, otro sobrino de Lagi. Delante de una vieja pizarra garabateada con notas musicales, Netani, sentado en una esterilla, cierra los ojos y anuncia con un voz suave el comienzo de una nueva pieza: “dua, rua, tolu” (uno dos tres) y en perfecta sincronía las voces de veinte o treinta jóvenes se elevan agrupadas en cuatro o cinco notas y escalas. En medio de una sincronía perfecta de voces y compases, cada grupo entra y sale en armonía, ellas con notas altas y ellos con tonos graves. No hay lugar para las individualidades. De vez en cuando cerraba los ojos para dejar que estos preciosos cánticos traspasaran mi piel, y con el vello erizado sentía que flotaba con ellos. Daba gracias por estar en este lugar en este momento. Los domingos iba a las tres misas sólo para escucharlos cantar. Nuestro uniforme para la liturgia dominical era una camisa de botones y manga larga, corbata, pies descalzos y un pareo.

La intimidad es aquí un concepto desconocido. Las puertas y ventanas de las chozas y casitas con techos de hojas o chapa corrugada siempre están abiertas de par en par. No hay cristales ni persianas. ¿Por que cerrar si la temperatura no baja de los veintitantos? ¿Porqué ocultar algo si el resto de tu vida lo compartirás con cien vecinos? No poseen joyas, cuadros ni dinero. Todo es de todos.

Dean, el protagonista de Jack Kerouac en En el Camino regresa a Nueva York después de viajar trece mil kilómetros por Estados Unidos, y queda sorprendido por los millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, cogiendo arrebatando, dando, suspirando, muriendo sólo para ser enterrados en esos horribles cementerios…

 De vez en cuando, al practicar algo de gimnasia para mantenerme en forma, a mi espalda había diez niños que entre contorsiones imitaban cómicamente mis movimientos. ¡Vaya vaya con el cachondeo que se traen estos!…Cuando me aseaba en el pozo echándome un cubo de agua por encima de la cabeza, los mismos niños se sentaban alrededor para observarme entre aplausos y risas. Algunas veces se acercaban a tocar el vello de mis brazos y piernas o me miraban con curiosidad.

Robo…Violencia… ¿Que es eso? La mayoría solo conocen estos comportamientos por la vieja película Demolition Man de Silvester Stallone, que Lagi, en sesión extraordinaria de sábado tarde, pone en su cascado video por decimoquinta vez ante una concurrida audiencia sin edades. Todos han visto la película muchas veces y casi ninguno la entiende, porque está en inglés. No importa. Disfrutan viendo rubias, coches, rascacielos y tiros.