El lunes (¿o era martes? ¿o miércoles? No importa; había perdido la noción del tiempo) aproveché para explorar las zonas de la isla accesibles a pie o a nado. Recuerdo que, todavía asombrado, paseaba solo por una de las espectaculares playas de este pequeño mundo. De repente, en un acto reflejo, di un violento brinco, apoyándome sobre mi pierna derecha. En la acuosa arena blanca algo escamoso había rozado mi talón. Vi fugazmente un ser vivo que se escurría a pocos centímetros de mis pies descalzos. Me di cuenta de que había estado a pocos centímetros de pisar una extraña y brillante serpiente negra de unos cuarenta centímetros con franjas amarillas anaranjadas. El bicho huía hacia las olas retorciendose perezosamente. Más tarde, ya en el poblado, me contaron que nadie sobrevive más de tres minutos a una mordedura de este reptil, cuya especie no deseo recordar.
Los días transcurrian sin sobresaltos. Paseaba por el poblado. Intentaba comunicarme con los que hablaban algo de inglés, y con el resto por señas. Iba a la playa. Leía, hacía gimnasia y comía (pescado). Observaba. Y por la noche, Grog, canticos y bienestar. Alguna noche, detrás de los troncos, oía silbidos que trataban de atraer mi atención. En Muanaicake hay niño mestizo de seis años, con el cabello muy rubio. Esto es atípico. El último occidental que estuvo allí antes que yo fue un alemán, hace siete años. Por razones que contaré mas adelante, no entraba en mis planes entrar en una noche ardiente con una isleña.
Al cabo de varios dias, Lagi rompió su rutina de carpintero de su nueva casa y decidíó agasajarme con un paseo en su pequeño bote, del cuya popa colgaba un motorcillo chirriante de cinco caballos. Fuimos a varias playas de la isla, inaccesibles por tierra. En este paseo que nunca olvidaré conocí PICNIC BEACH.
Esta playa merece una mención especial. Tras viajar por más de 80 países, Chile y Noruega siguen siendo mis países favoritos, y Tíbet la región (¿o país?) más impresionante. Sidney, París, San Francisco, Brujas y Amsterdam mis ciudades. Pero Picnic Beach es el lugar que más me ha acercado al paraíso, si existe. Picnic es una remota playita que pertenece al “mataqali” (pron. matangali) o clan familiar de Lagi. Sólo su clan tiene acceso a este apartado edén, y a otras zonas de la isla. En Fulaga los territorios se transmiten por herencia.
Deseo mantener fresco este recuerdo. Pensar en Picnic Beach me sume en un estado de letargo y nostalgia, con dosis de bienestar y arrobamiento. Permíteme derramar en papel esta memoria usando el presente:
Nada más bajarme de la lancha y pisar la arena mojada por el agua cálida de una playa de póster y sueño, me arrodillo para hundir la cara en este polvo blanco, desparramándolo por encima de mi cabeza. Me siento con las piernas cruzadas, ensimismado y maravillado ante diminutas olas en irregular vaivén, jugando y abalanzándose sobre la anterior, que retrocede silenciosa sin molestar. El agua se va opacando con la profundidad, y adquiere cinco o seis tonalidades que cambian, se mezclan, desparecen y vuelven a emerger, desde un blanco/transparente/verdoso cerca de la débil rompiente que lame la orilla, pasando por diferentes verdes/celestes a una decena de metros, hasta llegar a un azul marino intenso y limpio en la zona más profunda. Contengo algún grito de alegría. Soy ahora consciente de que estamos solos en Picnic Beach. No hay hoteles ni tumbonas, ni chiringuitos o vendedores de helados. Ni un alma. El cielo, la brisa, las palmeras, los cocos caídos, los troncos rotos y retorcidos en la arena templada, algunos cangrejos precavidos, los colores, la paz. No me quiero ir.
La marea sube. Poco a poco las olitas de juguete se comen la franja de blancas partículas de roca disgregada. La finísima arena se oscurece cuando se humedece y es engullida por un pacífico chapoteo que viene y va. Un chapoteo sólo interrumpido por el suave zumbido del viento que peina las palmeras. Detrás, una frondosa, misteriosa e impenetrable maleza. En su avance, las aguas cristalinas acarician las raíces de las palmas más atrevidas, que se inclinan para beber del océano.
Han pasado varias horas y aún sigo haraganeando, sin querer irme de esta playa. La marea vuelve a bajar casi imperceptiblemente, y la arena emerge de nuevo para saludar un cielo limpio y azul. A mis costados se pierden en la lejanía desordenadas filas de palmeras de troncos finos y esbeltos, cargadas de suculentos cocos amarillos, con sus largas palmas mecidas por los alisios que atraviesan el Pacífico hacia el este. La luz es tan intensa que el fotómetro de mi básica cámara de fotos no me permite eternizar el momento. Mientras tanto, Lagi sigue tranquilo en su bote, atareado con un voluminoso aparejo de pesca. No cesa de desenganchar del anzuelo y tirar al fondo de la barca grandes y coloridos peces que se retuercen en silencio. Lo único que deseo en este momento es la compañía de alguien querido para compartir este privilegio que dudo merecer.
Dice Steinbeck
hay ocasiones que uno atesora para toda la vida, y esas ocasiones están grabadas a fuego, clara y nítidamente, sobre el material del recuerdo total.
Cuando uno se aproxima en barco, lo primero que vemos es que los alrededores de Picnic Beach están salpicados por docenas de pequeñas mushroom islands o rocas con forma de hongo, coronadas por una vegetación exuberante que crece, no se cómo, sobre una cúpula de lima y roca volcánica. Estos pináculos que desordenadamente emergen entre ocho y diez metros por encima de las aguas azules y turquesas, como estáticos y oscuros icebergs alargados, han sufrido en su tronco, durante miles de años, el desgaste de la erosión y los golpes de agua, adquiriendo una peculiar forma de champiñón de cuello largo. Los viejos de la isla cuentan que hace muchos años, un dios con forma de gallo, que huía, fue a esconderse a Fulaga. El dios, antes de ser descubierto por las invencibles fuerzas del mal y quedar petrificado, barrió hacia atrás con su poderosas patas enormes rocas de lava, que tras rasgar el cielo de Fulaga, quedaron desperdigadas por la laguna.
Cuando la marea está baja se divisa desde la playa, a unos doscientos metros de la costa, una larga y estrecha barrera de coral que circunvala la isla como un anillo irregular, y protege a este alejado y privilegiado atolón de la violencia del Pacífico Sur.
Una leyenda milenaria local cuenta:
“Hace muchos años los moradores de Pau vieron con terror en sus playas un lagarto colosal que se zambullía en el mar. Habiendo devorado sucesivamente a algunos nativos que se bañaban, alarmó a todos los habitantes de la isla. Reuniéronse inmediatamente para dar caza al monstruo, pero todas las flechas que le disparaban rebotaban contra su concha: no parecía sino que aquel lagarto estaba armado con corazas. Los naturales pensaron que alguna maligna divinidad les había enviado esta criatura para destruirles, y se resignaron a sufrir sus ataques. Tiempo después levantose un viejo guerrero, diestro e intrépido, que acometió por sí sólo la ardua empresa de librar al país de aquel azote. Al efecto hizo preparar una gruesa soga, ató un cabo a un árbol e hizo sostener el otro por quince nativos prontos a obrar. En cuanto el terrible reptil asomó su cabeza, el animoso guerrero le salió valerosamente al encuentro, y arrojó su lazo escurridizo con tanta destreza que se enroscó en la cabeza y patas del animal. Entonces los individuos que agarraban fuertemente el cabo de la soga tiraron con todas sus fuerzas, y el monstruo quedó preso y contenido a pesar de sus prodigiosos esfuerzos. Al momento todos se precipitaron sobre él en número considerable, descargándole terribles golpes de macana hasta acabar con su resistencia, y según la costumbre, se asaron y comieron los más sabrosos pedazos del vencido”.
En varias ocasiones Lagi me llevó a otras playas espectaculares. Pero ya nada era comparable a Picnic Beach. Una mañana salimos de excursión de pesca durante tres días, con todo su mataqali, incluyendo tías, primos y sobrinos. Acampamos en una playa, debajo de una gran lona enganchada a las rocas, y vivimos sobre alfombras de palma trenzadas a mano por Joana y su hermana. Siempre nos rodeaban playas desiertas de arena blanca y palmeras. Por las noches, bajo la luna llena, comíamos pescado recién sacado del mar y tostado a fuego lento en una fogata edificada con la madera seca que recogíamos a pocos pasos, en la arena. Durante el día, Lagi echaba un ratito al agua su pequeña red de pesca. A los pocos minutos hacían falta muchas manos para sacarla, por el peso de la captura. Mientras tanto Lubu, su sobrino, trepaba como un mono a las mejores palmeras, machete en boca. Una vez en la copa avisaba con un grito y tras rápidos machetazos, provocaba una lluvia de cocos que caían en la arena con un ruido sordo. Todas las tardes a la misma hora el cielo adquiría un color aluminio gris mojado, caía una corta e intensa tormenta tropical, las palmeras lloraban, y aprovechábamos para llenar los cuencos con agua potable. En un lugar como este ¿quién piensa en el futuro? ¿o en el dinero? ¿quién necesita un reloj?
La gente no hace viajes, son los viajes los que hacen a la gente.