FIYI | FULAGA, UN PEQUEÑO PARAISO

FULAGA, UN PEQUEÑO PARAISO (LA PARTIDA)

Este marinero espabilado y con ganas de comprar un paquete de cigarrillos había iluminado mi futuro inmediato. Narraba con su inglés macarrónico que, para un viajero extranjero, la mejor manera de acceder al archipiélago Lau Sur, de acceso prohibido al turismo, es a través de un salvoconducto que concede el Gobierno de Fiyi a determinadas personas. Me contó que las islas Lau estuvieron abiertas al turismo hasta finales de los ochenta. Pero fueron cerradas cuando se descubrió una enorme plantación de marihuana en un islote no habitado, valorada en más de 10 millones de dólares. Según el gobierno local, esto era obra de un grupo de “degenerados hippies occidentales”.

Estuve un par de días dando la tabarra (en esto soy un consumado experto) durante en los pasillos del Fijian Affairs Department, equivalente a nuestro ministerio del interior. Me sometieron a  varias entrevistas, y obtuve una útil carta de recomendación del Sr. Tuisabeto, “secretario permanente” de la Fijian Affairs and Regional Develpment Office. Este tesoro de papel me quemaba en las manos. Valía más de un millón de dólares. La carta o salvoconducto iba dirigida al capitán Dakau, y me permitía viajar gratis en el Golea, carguero público asignado al mencionado periplo mensual por las islas Lau. El carguero zarparía en una semana y tras tres días de navegación me descargaría en Fulaga. Obtuve una segunda carta de Tuisabeto, manuscrita y lacrada, redactada como presentación al jefe local de Fulaga. El segundo tesoro de papel y tinta. En las entrevistas expuse que el motivo de viaje era mi intención de escribir una historia o reportaje sobre la vida, costumbres y artesanía de los nativos de las islas más remotas de Fiyi. Alrededor del mundo con una mochila está escrito, entre otras razones, para hacer honor a la promesa hecha al Sr. Tuisabeto.

¿Por qué Fulaga y no otra isla? Porque en este pequeño pedazo de tierra, coral y rocas que sobresale unos metros por encima del océano se mantienen intactas las tradiciones y modo de vida de Melanesia. Porque durante una mañana de espera y ocio, buceando los libros de la biblioteca pública de Suva, leí sobre morfología, geografía, historia y costumbres de las más pequeñas y remotas islas de Fiyi. Porque alguien me dijo que el último occidental estuvo allí siete años antes. Porque Fulaga, este atolón coralífero, aparece en los mapas con la forma de un 3 acostado, cuyos brazos rodean dos lagunas repletas de arenosos y verdes islotes. Porque prometía ser una inmensa experiencia, por su autenticidad, pequeñez y aislamiento. Porque me hacía ilusión y me ponía nervioso.

La semana previa a la partida en Suva la pasé esperanzado, incluso ansioso. Estuve varios días de parranda con un grupo de bohemios y divertidos camarógrafos chilenos que surcaban el Pacífico a bordo del Húsar, un precioso “schooner” o goleta de dos mástiles. Iban a la caza y captura de imágenes para emitir la serie de TV Operacion Bora Bora. También conocí a una familia vasca que llevaba catorce años circumnavegando el mundo. Son un matrimonio y sus dos hijos, que han surcado decenas de miles de millas naúticas por todos los océanos. Santiago, su esposa y sus dos hijos, Urko y Zigor, son originarios de Hondarribia, muy cerca de la frontera con Francia. Hace tiempo que dejaron de lado sus rutinas y obligaciones mundanas, y en el jardín de su casa construyeron un catamarán de cincuenta pies de eslora. Desde entonces no han parado de surcar nuevas aguas y conocer los lugares más remotos. Estos si que son auténticos viajeros y ciudadanos del mundo. Hablando con ellos aprendí mucho del significado de la palabra libertad. Además, la mamá hace la mejor tortilla de patatas de todo el Pacífico. Repetía algo parecido a lo que dijo el escritor catalán Noel Clarasó: “viajar sólo sirve para amar más nuestro rincón natal”.

Llevaba esperando casi diez días y deseaba fervientemente abordar la nueva odisea. Llegó el momento de zarpar. Subido al viejo buque miraba los gruesos cabos rezando para que un marinero los desatara, y nuestro trasto metálico despegase su costado del muelle. Pero ocurrió lo que tanto temía.  Cuando desde el puente de mando gritaba soltad amarras, un mecánico descubrió un problema: la compuerta frontal de descarga no encajaba en el cierre. La partida se retrasó otras 24 horas. ¡Que magnífica prueba para mi paciencia! Una noche más me quedé a dormir en el Húsar con los chilenos. Al día siguiente a las doce y media de la mañana el Golea zarpó con mucha ceremonia, conmigo en cubierta y el corazón retumbando en el pecho. Sería un largo viaje. Pronto dejamos atrás el descuidado y feo puerto de Suva. Desde puse mi pies sobre el casco de este carguero de más de veinticinco años, jubilado por los daneses, los compañeros de viaje me cambiaron el nombre, y pasé a llamarme Manu.

Cuando la irregular silueta de Viti Levu dejó de ser un trazo gris en el horizonte y se hundió en el océano, me alejé de la popa, que escupía una gruesa estela blanca, y comencé a pasear por el ajado Golea. Me di cuenta de que la mayoría de los sesenta y cinco pasajeros de barco eran mujeres que habían viajado a Suva para dar a luz en el único hospital que les ofrecía garantías, y retornaban a casa con sus minúsculos, chillones y arrugados vástagos arrullados en cálidos paños y mantas. Yo era el único occidental en el barco. Los próximos días tendríamos que dormir en cubierta, sentados o tumbados sobre placas metálicas y compartiendo muy poco espacio, ya que dos tercios del barco no eran accesible al estar destinados a la carga. Incluso con la brisa marina, el aire de cubierta estaba viciado por un fuerte olor a vómito. Gracias a mi peculiaridad como europeo y a la amistad que trabé con el segundo de abordo, conseguí dormir en su litera mientras él estaba de turno. La chata nariz del buque, cargado hasta los topes, rompía las olas a unos exasperantes tres nudos por hora. El viaje, que duró tres días, lo pasé leyendo en cubierta o dormitando. Ninguna tormenta y sólo un mareo leve. Durante la singladura fondeamos cerca de algunas preciosas islitas. Desde ellas embarcaban y desembarcaban nativos, y en algunos casos, la plataforma frontal bajaba y parte de la mercancía y materias primas era expulsada hacia el exterior.

Pero mi destino final se acercaba. Se aproximaba la hora de hundir mis pies  en la arena de una ignota playa de Fulaga. La ansiedad me devoraba en la madrugada de aquél sábado. Durante el viaje había temido llegar en domingo porque la religión cristiano-metodista que impera entre los nativos fiyianos desaconseja TODO tipo de actividad no religiosa durante este día de riguroso descanso, incluso recibir invitados. Cuatro horas después de divisar un punto gris en el horizonte azul y calmo, el Golea enfiló su morro  con dificultad y cuidado para entrar en una de las dos lagunas de Fulaga, maniobrando a través de una estrecha apertura abierta en el atolón coralífero. Anclamos a unos doscientos metros de la playa blanca y tranquila. De la playa se desgajaron inmediatamente canoas y viejos botes de madera con motor que fueron a nuestro encuentro. Llevaban esperando el barco bastantes días. En la isla no hay teléfono; la llegada del Golea es incierta y siempre un acontecimiento. Sólo ocurre una vez cada uno o dos meses. El resto del tiempo este trozo de tierra casi perdido está  desconectado del mundo.

Parecida a otras islas de Melanesia, Fulaga son los restos en fase de hundimiento de un poderoso volcán que hace millones de años desgarró  violentamente el océano para vomitar las rojas y ardientes entrañas de la Tierra. Hace milenios el agua osó penetrar en interior del cráter seco, dando lugar las dos maravillosas lagunas de las que emergen extraños y retorcidos monolitos rocosos. Quedan pocos vestigios de la prehistórica magnificencia del gran volcán. Fulaga hoy es sólo una estrecha lengua de rocas y arena, con una corona de coral que rodea la isla y observa como las inertes ruinas  del antiguo volcán se sumergen lenta e irremisiblemente en las profundidades del océano.