FIYI | FULAGA, LA LLEGADA

Noticia inesperada: un hombre blanco se acerca a la playa en un bote. Lleva un extraño artilugio marrón lleno de cuerdas, bolsillos y broches, llamado mochila, colgado en la espalda.

Cuando hundo por primera vez mis pies descalzos en la fina arena de la playa noto decenas de miradas clavadas en mí. Espero. No se si moverme o no. Los nativos se acercan con un gesto a medias entre curiosidad y bienvenida. En su idioma intuyo que me preguntan: ¿adónde vas? ¿de donde eres? ¿qué te trae a Fulaga?. Los más pequeños se agolpan ruidosamente alrededor. Nunca han visto a un blanco. ¡¡Bula, Bula !! (hola, hola). Extrañados, inspeccionan el vello de mis brazos. A mi espalda, el “Golea” levanta anclas y se gira pesadamente enfilando el morro hacia alta mar, retirándose por donde vino. En ese momento se me revolvieron las entrañas, no se si por el miedo o por una desconocida sensación de incertidumbre. ¿Cuanto tiempo me quedaría en esta desconocida isla en medio del Pacífico? ¿Como me tratarían? Había leído algunas historias escritas por exploradores europeos que visitaron las islas Fiyi a principios del siglo XIX. En varios flashes recordé las descripciones de las costumbres caníbales de sus antiguos habitantes. Clarke escribió: “la única posibilidad de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco mas allá de ellos, hacia lo imposible”.

Recordé extractos del episodio de un viejo libro de historia que ojeé en la biblioteca de Suva. Cuenta la odisea en estas islas del buque inglés La Favorita, comandado por el Capitán Campbell.

Lo trnscribo en versión íntegra porque es emocionante y aterrador:

“A principios de octubre de 1809 La Favorita ancló en la bahía de Sandal Wood (madera de sándalo). La tripulación encontró en la isla una viva agitación, ya que el cacique local Boullandam preparaba una flota de ciento cincuenta piraguas y estaba a punto de atacar la isla Tafere. Los guerreros de Boullandam remaron hacia el grupo de barcos comandados por la Favorita en formación de media luna. Sin muchos problemas abordaron e hicieron prisioneros a los europeos de Campbell. Para salvar su vida, Campbell y sus hombres se vieron obligados a cooperar con Boullandam en su campaña bélica. El 12 de Octubre, el cacique puso rumbo a Tafere. Apenas habia llegado a la vista de la aldea principal, se presentó una flotilla que componía la vanguardia taferia.

La trifulca se inició con una lluvia de flechas. Poco después comenzó el abordaje de las piraguas y se hizo uso de las lanzas y las macanas (lanzas cortas con forma de hacha provistas en el extremo de una gruesa y pesada roca pulida). La refriega fue obstinada y sangrienta. En poco tiempo los taferios se vieron desbordados, se precipitaron al agua y regresaron nadando a la costa. Boullandam intentó cortar la retirada, pero sólo pudo recuperar piraguas vacías. En una de ellas un aterrorizado muchacho taferio se había quedado escondido, en lugar de emprender la fuga. La guerra no daba cuartel a nadie y, a la vista de los europeos el muchacho fué ejecutado con un golpe de macana. Su cadáver fue abandonado a un sirviente, que recibió la orden de asarlo inmediatamente para la mesa del caudillo.

Esta barbarie era sólo el preludio de las atrocidades más inauditas que vendrían después. La aldea de Tafere había quedado desierta, y todos los hombres se habían fugado. Los niños, mujeres y ancianos no estaban lejos. Permanecían ocultos en las cercanías. Las huestes de Boullandam resolvieron buscarlos y pasarlos a cuchillo. Las piraguas de las huestes de Boullandam  llegaron a la playa. El incendio de la primera cabaña indicó el principio de la destrucción. La colonia de indefensos se había retirado a un corral cubierto por hojas de palmera, y creyéndose bien ocultos, o esperando alguna gracia de los vencedores, no procedieron a la fuga. El cuidado de los hijos retenía a las madres y la edad encadenaba los movimientos de los ancianos. Esperaban con fe la partida de los invasores para entrar de nuevo en el regazo del hogar.

De repente escucharon en torno a su escondite algo parecido al rugido de un tigre alrededor de su presa. Siguió un espantoso clamor. Las presas habían comprendido el destino que les esperaba. Por todas partes entraron los verdugos, y las macanas vibraron con furor contra los niños, mujeres y ancianos, que no hicieron nada más que gritar y lamentarse sin defenderse. La cerca quedó convertida en un sangriento matadero y los cadáveres se amontonaban uno sobre otro, formando una pirámide de cuerpos inánimes empapados en sangre. Finalizada la matanza arrastraron hasta la playa aquel botín de carne, y a pesar de los gritos de aquellos que aún conservaban un rastro de vida, y de sus estertores y convulsiones, los cuerpos fueron llevados hasta los arrecifes y hacinados en una gran piragua. Aquella escena ocurría antes los atónitos ojos de los hombres de Campbell. El transporte era la premonición de una fiesta para los caníbales: tenían centenares de cuerpos para devorar. Hasta 42 personas escogidas y extendidas contaron sólo en la piragua de Boullandam. El cadáver de una hermosa joven fue apartada por el cacique para su cocina particular.

Esa noche, durante la escandalosa fiesta, los cuerpos sin vida fueron descuartizados, y los miembros separados colgaban de los árboles de la playa prestos a ser asados. En cuanto fueron cocidos lo suficiente se distribuyeron a cada uno de los vencedores. A Campbell le ofrecieron un pedazo de muslo carnoso. Se negó decididamente a aceptar tan jugoso manjar. Los nativos aceptaron la negativa, pero el abominable festín duró toda la noche. Los restos fueron asados a medias y dispuestos en canastillos para conservarlos”.

Después de ser liberado por Boullandam, Campbell escribe:

“Estos salvajes despliegan en el cumplimiento de sus proyectos una tenacidad de tal naturaleza que sólo es comparable a la precisión de sus disposiciones militares. Sus movimientos son preparados con una inteligencia y ejecutados con una calma y energía que no podrían menos de sorprender a los mismos europeos. A una gran robustez corporal unen un profundo desprecio por la muerte y el más completo olvido de las penas y fatigas. Su jefe, Boullandam, se había hecho temible y aspiraba a la soberanía de todas aquellas islas.”

Pero volvamos a lo que me ocurría durante la llegada a Fulaga. Una troupe de enanos saltarines y gritones peleaban para cogerme la mano y el brazo. Dócilmente me dejé llevar y me guiaron hasta Muanaicake, la aldea más importante de la exigua isla. Buscaban la casa de mi anfitrión Lagi Lagi (pron. Langui Langui). En veinte escasos minutos atravesé el ancho de la isla, caminando entre palmeras y una exuberante vegetación tropical. No hay carreteras porque en Fulaga no hay vehículos, ni siquiera bicicletas. No son necesarios. La mayoría de los nativos no calzan zapatos. La mejor suela es la planta de los pies, lo que tiene más mérito en una isla asentada en limestone o lava volcánica cortante y peligrosa, y rodeada por un afilado y traicionero arrecife de coral.