Buenas tardes desde la sala de ordenadores de la Universidad del Pacífico Sur, en Suva, capital de Islas Fiyi. Estoy en una pequeña isla en medio del mayor océano del planeta, a tres horas de vuelo al noreste de Nueva Zelanda, y a más de 25.000 km de España con 12 horas de diferencia horaria. Nunca me había sentido tan lejos.
Desde mi última crónica escrita en Nueva Zelanda, he disfrutado de una mini-aventura en un atolón casi perdido de Melanesia. Una experiencia inolvidable de casi tres semanas en Fulaga (pronunciado Vulanga). He sido el primer hombre blanco que en siete años ha pisado esta paradisíaca y pequeña isla de 15 km de longitud y 319 habitantes, a tres días de navegación al Sureste de Viti Levu, la isla más importante de este pequeño archipiélago-nación.
Tomas entre tus manos un globo terráqueo, buscas tu país, y luego miras la espalda de este objeto redondo buscando un puntito marrón en medio de una masa infinita azul, apartado de toda tierra conocida… Es difícil expresar lo que se siente en este momento. Todas esas cuerdecitas que te atan a tierra están ya rotas. Asumes totalmente que puedes hacer lo que quieras cuando desees. Lejos de todo y de todos. Cielo y océano. Gente amable que habla un idioma que no relacionas con nada. Sol y temperatura agradable. Agua templada y transparente. Música que hace cosquillas en los oídos. Brisa que acaricia tu piel, agradecida.
En Viti Levu se aglomera, en busca de mejores condiciones de vida, el 75% de la población fiyiana. Fiyi es un país salpicado en 322 islas, de las que sólo un tercio están habitadas. La población es de sólo 775.000 almas, un 50% nativa fiyiana y 45% fiyiana de origen indio. El inglés es el idioma oficial en los colegios y universidades de Viti y Vanua Levu, pero en la calle escuchas a los nativos melanesios hablar fiyiano, y a los de origen indio hablar el idioma del país que dejaron atrás. En las islas pequeñas solo se comunican en fiyiano, y el inglés es un idioma poco habitual. La “lengua de Viti” autóctona de estas islas esta muy mezclada con los dialectos de las vecinas Islas Tonga, pero difiere esencialmente de otros dialectos melanesios porque muchas palabras comienzan por “m” y “n”.
Los fiyianos son gente feliz y tranquila, discuten poco y no aparentan sufrir las preocupaciones y estrés del mundo “civilizado”. Hay poca riqueza material, a pesar de que las islas gozan de importantes entradas de divisas gracias al creciente turismo. La renta per cápita es comparable a la de algunos países latinoamericanos poco desarrollados. Al final del capítulo os daré mas detalles sobre historia, sociedad y economía en este lejano y desconocido país.
Dicen que en algunos años muchas de estas islas desaparecerán, tragadas por la subida de los océanos. No quiero ni pensarlo. Duele y me causa escalofríos.
Pero ahora voy a entrar a fondo en la atípica y muy exótica aventura que he vivido en estas últimas cinco semanas:
Hace más de un mes llegué a este espectacular archipiélago con la intención de repetir la experiencia del Tak Away en Australia, navegando gratis a cambio de trabajo en algún velero de recreo durante su travesía por el Océano Pacífico. Puse una nota en el tablón de anuncios del Suva Yatch Club, el club de yates más importante de la isla, ofreciendo fregar, cocinar, levar anclas, arbolar y arriar velas, o lo que se terciase.
Durante una semana estuve preguntando sin éxito al encargado del albergue si había llamado algún patrón. Empecé a desanimarme y me invadía la impaciencia. No estaba acostumbrado a lo que muchos por aquí ven como algo natural: espera con tranquilidad y el destino responderá como deseas. Pero la islas me esperaban. Arena y agua. Palmeras. Gente totalmente diferente. Hospitalidad. El Pacífico Sur.
Apretaba el sol en otra tarde más, ociosa. Impaciente y cansado de esperar caminé hasta el puerto de carga de Suva. Un lugar pequeño, sucio y gastado, con poca actividad. Me senté cerca de un par de estibadores de tez oscura, manos gruesas y grasientas, que haraganeaban cerca de vetustos y oxidados buques de carga. Tras una rudimentaria charla preliminar, comencé a preguntarles con insistencia y paciencia sobre barcos que zarpaban dirección Sureste, hacia Lau, el rincón más remoto del archipiélago. Durante los días de espera, algún lugareño me había contado que los turistas no llegaban tan lejos, asegurándome que disfrutaría de islas paradisíacas, playas espectaculares y la compañía de los amables nativos. Pero se mostraban reticentes a desvelar “su secreto”. Me levanté de la piedra mojada y me despedí de los estibadores. Cien metros más allá, un marinero harapiento y afable me informó a cambio de un dólar americano que, una vez cada dos o tres semanas, zarpaba un barco del Gobierno cuya función era descargar provisiones básicas y alimentos en algunas de las más de cien islas del archipiélago Lau. Me relató que el barco fondea en varias islas transportando nativos y descargando sal, arroz, cemento y otras provisiones. Retorna a Viti Levu tras un largo periplo que dura entre uno y dos meses, cargado de “copra” o pulpa de coco, nativos, tablones recién cortados y artesanía tallada en madera.
En ese instante, el telón que oscurecía mi ánimo se descolgó y desparramó por el suelo, y creí ver la luz después de varios días de penumbra.
Sabía que algunas islas de Lau se mantienen habitadas gracias a las subvenciones del Gobierno y contribuciones de los isleños “expatriados” en las dos islas principales, que acumulan casi el 90% de la población. Sin embargo, otras islas son autosuficientes y se enorgullecen de ello. Viven de la pesca, frutas silvestres, agua de coco, algo de carne de cabra y cerdo, y las verduras y tubérculos que obtienen de pequeñas plantaciones y huertos.