Llama la atención que esta montaña de 5.896 metros de altura situada muy cerca del Ecuador esté coronada por nieves, que hasta hace poco parecían eternas, y glaciares en retroceso. Estando uno en buena forma es posible alcanzar la cumbre sin ser un escalador técnico, aunque hace falta mucho sentido común.
Kilima significa montaña en suajili, hablado por diez millones de personas en Tanzania, Kenia, Uganda y parte de Congo. Njaro significa caravana, refiriéndose a las que en busca de esclavos se internaban hace dos siglos desde Zanzíbar hasta los grandes lagos, muy adentro en el continente. Félix, mi guía durante la ascensión, me diría a menudo pole pole, que significa tranquilo, sin prisas.
En marcha. Los primeros dos días de ascensión con Félix, el porteador Pascali y el cocinero Asante (que significa gracias) transcurrieron sin incidentes, siempre con la imponente mole de piedra y nieve irguiéndose amenazadoramente frente a nosotros. Al principio resultaba incómodo viajar con a tres tanzanos a mi servicio. Manolo Stanley. Solo me faltaba la sombrilla, la pipa, el monóculo y los baúles, y una caravana de 300 porteadores y guardia privada. Me tranquilicé cuando me explicaron que con el dinero que ganaban en una subida podrían alimentar a su familia durante un mes.
El plan para el primer día de ascensión era salir de Moshi, a 875 metros de altura, hasta alcanzar el refugio de Mandara, a 2.700 metros. Salimos muy temprano, y tras franquear la entrada oficial al Parque alcanzamos, bajo una lluvia torrencial e ininterrumpida, las estribaciones del coloso solitario tapizadas por una densa y asfixiante vegetación tropical. Árboles, agua, el chaf chaf de nuestros pasos, el rumor del agua cayendo sobre nuestras capuchas los helechos y el musgo. La cabeza baja, en silencio y sin descansar, agua. Llegamos a Mandara con el tuétano mojado, y tras un cambio de ropa y una cena a cuatro preparada por Asante, dormí como un lirón en una casita de madera mejor equipada de lo que esperaba.
Durante el segundo día caminamos sin tregua hasta el refugio de Horombo, mil metros más arriba. El blando océano de nubes quedó debajo y por fin escapamos de la humedad. Accedimos a una nueva dimensión llena de luz y un sol espléndido, compensada por un frío en aumento y un oxígeno menguante. La respiración se aceleraba y el cansancio empezaba a hacer mella. Durante el tortuoso camino nos cruzamos con otros viajeros que descendían. Algunos bajaban exultantes por haber alcanzado la cima, y los demás no querían hablar del tema y sólo pensaban en llegar a Moshi. Las cabañitas de madera de Horombo eran de estilo suizo, con unas literas magníficas para reponer fuerzas. Pensé en los hombros anónimos y mal pagados que habrían cargado toneladas de madera y materiales para construir una aldea de idílicas cabañitas en medio de la nada. Nada más esconderse el sol, Pascali cocinó tortillas y arroz y preparó un reconfortante té en una casucha apartada de los refugios.
Durante la tercera jornada subimos trabajosamente hasta el refugio de Kibo, a 4.700 metros, casi la misma altura que la cima del Mont Blanc, el pico más alto de Europa. Fue una jornada muy fatigosa. La vegetación había desparecido y nos movíamos despacio por un paisaje lunar, pedregoso y hostil. Llegué al refugio agotado. Estaba formado por dos estructuras de madera mas grandes que las de abajo, una para viajeros o mzungus y otra para porteadores, guías y el guardaparque. Dos toscas habitaciones con varias literas, suelo de tierra, sin cuarto de baño y temperatura bajo cero. Kibo estaba parcialmente ocupado por Paul, policía galés, Nicholas, dentista danés y Karen, empleada de banco alemana. Cada uno viajaba con guía y porteadores propios. Hablábamos ansiosos y nerviosos sobre reto que se avecinaba: el asalto a la cumbre durante la madrugada. El frío dentro de la habitación era tal que no nos quitamos los guantes ni para cenar. Esta noche Pascali no cocinó, tal vez por la dificultad para hacer fuego. Me metí en el saco de dormir muy temprano, cubierto como una cebolla, con tres pares de calcetines, una camiseta térmica, cuatro camisetas de algodón, un jersey grueso y dos pantalones. Me levanté para orinar seis veces en cinco horas. La causa de tanta incontinencia eran las pastillas Diamox, que facilitan la absorción de oxígeno en la sangre pero relajan los músculos de la vejiga. En medio de un frío descomunal intentamos conciliar el sueño. La escasez de oxígeno, la angustia y la ansiedad provocada por el cercano y amenazante reto nos impidió pegar ojo.
Llegó la hora de la verdad. A medianoche nos despertaron los guías. Había que ponerse en marcha muy temprano porque después del amanecer fuertes vientos dificultan la ascensión y la cumbre se cubre de espesas nubes que impiden disfrutar de la vista. Tras enfundarme un tercer pantalón, guantes de esquí, balaclava, anorak y calzarme unas gruesas botas de senderismo, un Félix espabilado y pletórico de energía, chocando las palmas de los guantes, me motivó para ponerme en camino sin demora:
Vamos Manuel, veamos hasta donde puedes llegar.
A partir de ahora comienza la verdadera aventura:
Era una noche sin luna y sin estrellas, con un cielo encapotado. Mal augurio. Temblaba de nerviosismo. A mucho menos de cero grados e iluminando con pequeñas linternas la nieve que crujía bajo las botas, los cuatro europeos iniciamos silenciosamente, encabezados sólo por nuestros guías, la última y mas difícil ascensión.
Subíamos penosamente, con pasos cortos e inseguros, respirando rápida y pesadamente. Añorábamos la luz y el calor. Un par de veces silbé algo alegre para aliviar la tensión y matar el silencio, pero hubo unanimidad entre los expedicionarios cuando me pidieron que cerrara el pico.
Tras dos largas horas de silenciosa y extenuante ascensión estábamos a más de 5.000 metros, en el centro de una tormenta de nieve. El aire era casi irrespirable. Como en una maratón, el grupo comenzó a disgregarse, los jadeos de mis compañeros y sus guías quedaron ahogados por el viento y la distancia. Minutos más tarde los puntos de luz de las linternas de Karen y Paul habían desaparecido. Estoy seguro que a estas alturas todos maldecíamos la idea de llegar a Uhuru. Una hora de angustia después Nicholas y su guía también habían quedado atrás. Félix y yo estábamos solos. Le supliqué varias veces parar para descansar un par de minutos, pero el guía me lo desaconsejaba con firmeza. Mientras, la maldita tormenta de nieve seguía soplando de frente, haciendo cada paso más difícil. Resbalaba cada dos por tres en la nieve helada y sentía corazón como un martillo percutor. Para colmo, se fundió la bombilla de mi linterna barata. En este estruendoso silencio aderezado con jadeos y el rugir del viento, recordaba momentos dulces, deseando como loco que se aclarase la noche y saber cuánto quedaba para llegar, dónde estaba el final.
La enorme cumbre del Kilimanjaro tiene forma de meseta inclinada, con Gilmans Point en un extremo a 5.686 metros de altura, y Uhuru Peak a 5.896 metros en la otra punta. En medio, cuatro kilómetros de blanco, estrecho y zigzagueante sendero hacia el oeste.
Rasgando tímidamente la oscuridad fea y heladora aparecieron las primeras luces del amanecer. Llevábamos encima muchas horas de esfuerzo. Justo en el momento en que peor lo estaba pasando Félix me gritó: “¡¡ánimo, estamos cerca de Gilmans Point!!”. La claridad ganaba terreno poco a poco, venciendo a la tormenta, demasiado despacio. Por fin asomó el extremo superior de un gran disco anaranjado, sobre el horizonte de una alfombra de nubes grisáceas, infinitas y esponjosas. Nos aupamos con esfuerzo a un promontorio rocoso que sobresalía entre la nieve. Félix me inyectó una dosis de ánimo con un “¡¡hemos alcanzado Gilmans Point!!”. Con los pulmones en la boca hice un esfuerzo para apreciar el fabuloso espectáculo del amanecer. Pero estaba exhausto y hacía demasiado frío para disfrutarlo. Sólo pensaba en dar la vuelta y comenzar el descenso. Los demás habían quedado atrás hace tiempo. Tras vencer mi débil resistencia, Félix me hizo entender que no era el momento de rendirse, eran los últimos metros en pendiente fácil y poco inclinada hasta Uhuru Peak. Caminé torpemente y arrastrando los pies por un estrecho sendero excavado en la nieve. Avanzaba como un zombi por un paisaje surrealista cerca del escarpado y peligroso borde del cráter. A la derecha el sol seguía su lento y majestuoso ascenso sobre el manto de nubes, a la izquierda pequeños glaciares de extrañas formas con sombras alargadas y fantasmagóricas, y debajo, la oscura y misteriosa profundidad de un cráter nevado de ocho kilómetros de diámetro. Mi ansiedad por llegar, el cansancio, la falta de oxígeno y el frío (-15 grados) anulaban los deseos de disfrutar de un paisaje que poca gente tiene el privilegio de ver. Mirando al suelo sólo pensaba en el próximo paso.
A las 7:00 am, una hora y media después de coronar Guilmans Point, Félix, que también caminaba con dificultad a pesar de haber hollado la cima de Uhuru más de cincuenta veces, se dio media vuelta y con la cara oculta por una gruesa bufanda, me señaló la bandera de cumbre con su índice enguantado. El ansiado objeto se divisaba en un promontorio a escasos cien metros. Emocionado comencé a correr hacia la bandera. Adelanté a Félix, pero me di cuenta de que me estaba asfixiando. Paré y tomé aire ruidosamente. Caminé jadeando otros sesenta metros, desbordante de ilusión. La bandera tanzana, rígida, petrificada y blanca por la congelación, quedaba ya a solo veinte agónicos metros. Comencé a correr otra vez. El anorak congelado crujía como un trozo de madera vieja. Los flequillos y cejas cubiertos de nieve asomaban cristalizados por las aberturas de la balaclava de lana. Cuando estaba a sólo dos metros salté hacia la bandera como quien se tira de cabeza a una piscina, como quien alcanza el paraíso. Abracé el mástil y me dejé resbalar mientras gritaba como un energúmeno. Lo había conseguido. Había llegado. Félix me abrazó y los dos saltamos.
La luz y limpieza de la gran cúpula azul eran indescriptibles. Se habían apartado las nubes y se divisaba el monte Kenia, el segundo pico más alto de Africa, ¡400 km al Norte! La mañana era fabulosa y la visibilidad excelente, pero el viento y frío que se colaba por las rendijas de la ropa no perdonaban. Sin embargo no prestaba mucha atención a estas inclemencias porque la satisfacción del objetivo cumplido me hacía perder la razón. Pero había que tener cuidado; en menos de un minuto volví a la realidad cuando se me agarrotaron los músculos de la mano y perdí el tacto. Todo por quitarme un momento los guantes para sacar un par de fotos.
Sin más demora iniciamos el descenso. Las energías habían retornado. Aunque parezca de perogrullo, no es lo mismo bajar que subir. Alcanzar los 4.700 metros de Kibo fue tarea rápida. El oxígeno aumentaba, la mañana avanzaba y la temperatura subía. Después del mediodía me encontré en el refugio con Paul, Karen y Nicholas. Habían decidido dar la vuelta nada más alcanzar Gilmans Point.
Me prometí que nunca más.