RUSIA | SIBERIA

Al día siguiente, en el km 2.078, entramos en Siberia, una región veinte veces más grande que España que abarca nada menos que siete zonas horarias.

Muy temprano esa mañana el Transiberiano paró brevemente en Perm, y tras despedirme de muchos amigos me apeé del tren durante veinticuatro horas para descansar. Este tren pasa todos los días a la misma hora (sale a las 14:00 todos los días desde Moscú), por lo que es posible reincorporarse. Eso sí, con nuevos compañeros de viaje. Perm es una fea ciudad industrial repleta de fábricas abandonadas y voluminosos e inhumanos bloques colmena, herencia del colectivismo estalinista. Excepto unas copas de vodka de más -otra vez-, no tengo nada que añadir sobre esta ciudad, que me recordaba a los deprimidos suburbios de las ciudades mineras inglesas en las películas de Ken Loach.

A la misma hora pero un día después, retomé otro Transiberiano. Con los nuevos compañeros de viaje rusos practiqué la misma rutina: representar mi papel de animal exótico, dejar que se rieran sanamente de mí, divertirme y beber, comer mal, mirar el paisaje, leer y babear mientras dormía profundamente. Durante las cortas noches de verano el sol parece rebotar contra un horizonte de pinos, tundras y casitas de madera, que incesantes desfilan y saltan a lo largo de las anchas ventanas al compás del traqueteo del tren.

En el km 2.712 pasamos por la estación de Omsk, otra importante ciudad siberiana con feas fábricas por doquier, enormes edificios-tostador y, dando un poco de color, coquetas casitas de madera en los suburbios. Terminados los escasos vestigios de civilización, las ventanas del tren eran otra vez invadidas por suaves ondulaciones verdes, extensas praderas y bosques sin fin.

En el km 3.332 el río Ob se escurrió sin ruido por debajo del tren. Es uno de los ríos más largos del mundo. Nace en el Altai mongol y muere en Ártico. Poco después nuestro hotel sobre railes paró unos minutos en la enorme ciudad de Novorsibirsk, capital de Siberia y una de las ciudades más ricas e industriosas de Rusia.

En el km 4.100 hice otra parada de veinticuatro horas en Krasnoyarsk, otra industriosa ciudad siberiana. Michi, compañero de cabina, me paseó por la ciudad. Nos alejamos de las feas casas y fábricas en un viejo autobús de línea e hicimos senderismo por verdes y montañosos parajes, alejados del cielo sucio de la ciudad. Sospechaba que Michi quería llevarme a un lugar apartado y robar mis pocas pertenencias. Poco después me di cuenta que mis temores eran infundados. Esta experiencia me ayudó a rebajar definitivamente la típica paranoia del viajero inexperto.

Me encontraba en el corazón de Siberia. Por primera vez era plenamente consciente de tantos mitos, películas y libros que se hacían realidad ante mis ojos. El clima era fantástico y el aire limpísimo. Es impresionante observar una fotografía satelital de Rusia tomada de noche: un retorcido y fino haz de luz traza el recorrido del tren en sus miles de kilómetros desde Moscú hasta Vladivostok, en la costa del Pacífico. Si observas otra foto satelital de la parte egipcia del Nilo te convencerás de que los humanos  preferimos vivir bordeando las grandes vías de comunicación.

Esa noche, la atractiva hermana de la recepcionista del hotel me sacó a cenar y me mostró la movida techno, cuya música ensordece los locales de ocio de esta parte del mundo.

Al día siguiente me reincorporé al tren. Los saludos, el vodka, los nuevos compañeros de cabina, más visitas, risas, un nuevo mundo en un escenario idéntico, y siempre vigilado por cuatro literas y una provodnitsa. Estaba entrando en una rutina y dejaba de importar si podía o no comunicarme. Seguía siendo el único occidental y bastaba tomar un par de copas de Stolichnaya para sentir que llevaba un año viajando con ellos. Me cuesta creer que antes de subir a este tren nunca había bebido vodka. Cuando algún ruso hablaba inglés, por precario que fuera, aprovechábamos para intercambiar opiniones sobre la situación en Rusia, el fútbol español y las películas americanas.

5.185 km y más de una semana de viaje desde Moscú fueron necesarios para llegar a Irkutsk, la antigua Paris de Siberia. Esta bella y decadente ciudad fue durante la época de los zares un importante centro social y de intercambio comercial entre Oriente y Occidente. Irkutsk es el punto de partida para visitar el Baikal, el lago de agua dulce más grande, antiguo y profundo del mundo. Tomé un autobús a Slyudjanka, una aldea de pescadores a 100 km, en la orilla suroeste del lago. Era un día lluvioso y desagradable. Pero el clima desapacible no impidió que tomara un ferry que me paseó por este mar de más de 600 km de longitud y hasta 1.637 metros de profundidad. El lago Baikal se convierte en una enorme y gruesa placa de hielo durante el crudísimo invierno siberiano, que alcanza temperaturas de 40 grados bajo cero y puede durar dos tercios del año.

Desde Irkutsk retomé el Transiberiano y serpenteamos por la orilla del majestuoso lago, bordeándolo en dirección Sur. Con frecuencia y sin avisar, el traqueteo subía drásticamente de volumen y nos devoraba la negrísima oscuridad de interminables túneles.

En el km. 5.642 el tren se detuvo trabajosamente en Ulan Ude, entre bufidos y chirridos. En esta desolada ciudad fantasma llena de militares adormilados, niños desnudos y perros sin dueño, enganché con otro mítico ferrocarril: el Transmongoliano. Este tren comienza en el Sur de Siberia y termina a más de 3.000 km en Pekín, atravesando Mongolia de Norte a Sur. Llevaba el billete comprado desde España, lo que facilitó las cosas para el transbordo. Tras pasar comprobaciones y confiscaciones temporales de visado y pasaporte, esperar tediosamente en estaciones en medio de la nada, soportar registros en la mochila e interrogatorios, primero por las autoridades rusas y después las mongolas, llegamos a Suche Bataar, primera ciudad fronteriza, ya dentro de Mongolia.

Pero Mongolia es otra historia sobre la que escribiré en la próxima carta.