AUSTRALIA | SUSTO BAJO EL AGUA

Los días en Cairns los utilicé para retomar contacto con las hamburguesas, comida china, helados, y también para inscribirme en una excursión de buceo de tres días en la Gran Barrera de Coral.

Hasta que no estuve allí no me enteré que Cairns es una meca mundial del submarinismo. Por unos 400 euros puedes elegir entre múltiples diving tours (excursiones de buceo) de varios días, que visitan los numerosos atolones rocosos subacuáticos y formaciones coralíferas de la zona. Estas maravillas sumergidas rodean Cairns a lo largo de 55 millas náuticas (100 km). Empresas privadas como Deep Sea Divers Den, Dive, Prodive, etc compiten por un mercado de turistas con o sin el carnet PADI Open Water Diver (fácil de obtener tras un curso de varios días). Esta licencia te autoriza para bucear hasta un máximo de 18 metros de profundidad. Se ofrecen cursos cortos para novatos y largas y profundas inmersiones para los muy experimentados. A Cairns acuden aficionados y profesionales del buceo desde todas partes del mundo. Me topé con bastantes grupos de estudiantes japoneses que reúnen dinero todo el año para venir con sus institutos o universidades. Una visita de un día a un arrecife coralífero con un par de inmersiones cuesta unos 125 euros, incluido alquiler del equipo. Una excursión de cinco días pernoctando en un barco-hotel anclado en las proximidades de la Gran Barrera con cursillo, equipo, 19 inmersiones y obtención de la certificación PADI que te acredita como buceador, cuesta unos 1.100 euros, extras incluidos. Una excursión de diez días para los buceadores muy experimentados a las islas y corales más alejados sale por  una fortuna.

Afortunadamente llevaba conmigo la certificación PADI Openwater que obtuve cuando viví en Puerto Rico y me apunté a una excursión de tres días, sin cursillo, y con derecho a 12 inmersiones. Cada vez que te tiras al agua necesitas un partner o compañero de inmersión, y una vez abajo te está permitido ir donde quieras. Bueno, a no ser que se termine el aire de la botella.

Durante la inscripción al tour la empresa me comunicó que pasaría para buscarme en mi albergue a las siete de la mañana del día siguiente. Esa noche aproveché para, en compañía del gigantón Jack, inglés de 25 años, calvo como una bola de billar y más dos metros de estatura (¿recuerdas al vocalista de Midnight Oil?) acudir al bar de moda de Cairns, y pasar la noche entre jarras de cerveza. Salté como un poseso encima de una mesa al ritmo de una música ensordecedora. Creo que conservé el ritmo solo la primera media hora. Me contaron que después empecé a balancearme sin equilibrio, y a las dos horas saltaba como un simio, con una sonrisa babeante. Me acosté a las cinco de la mañana con una importante intoxicación etílica. Dos horas más tarde una furgoneta impaciente repleta de ansiosos buceadores tocaba la bocina delante de la pensión. Alguien tuvo la decencia de arrancarme de la cama. Creo que tardé menos de tres minutos en vestirme. A partir de este momento mis recuerdos son borrosos. Una resaca de caballo me ataba a otra dimensión. Mis sentidos despertaron en la plataforma de un barco, a 30 km de la costa, a punto de saltar al mar, con un equipo completo de buceo, traje de neopreno, grandes aletas, gafas en la frente y botella de aire comprimido a la espalda. Un shock helado me  recorrió el cuerpo cuando salté desde la cubierta a las frías y cristalinas aguas del Pacífico. Un shock helado y húmedo recorrió todos los rincones de mi cuerpo entumecido y torpe. El interior del neopreno se llenó de hirientes hilillos de agua que me espabilaron violentamente. Ya consciente, me coloqué la válvula de respiración (regulador) en la boca y comencé la inmersión, buscando paz y un silencio amortiguado por el ruido de las burbujas ascendentes. Ahora sí estaba despierto.

Algunos metros debajo de mí pude ver al partner (socio) de buceo que me habían asignado. Entre pompas que trepaban en busca de la superficie y escuchando los bufidos de mi forzada respiración, mi socio me hacía señas palmeando la mano, indicándome que fuera tras él. Fui descendiendo lentamente en un muro azul oscuro cristalino y quieto, dando tiempo a que mis doloridos tímpanos se ajustaran al cambio de presión. Minutos después, el medidor de profundidad en mi muñeca indicaba 15 metros. Los oídos me molestaban menos. Sin embargo, no me encontraba del todo bien. Delante, a unos diez metros, mi socio parecía flotar en el aire en una atmósfera sin gravedad, y avanzaba braceando a cámara lenta, propulsado por ondulaciones acompasadas de sus brillantes y largas aletas amarillas. De vez en cuando me detenía para observar las anémonas multicolores adheridas a un inmenso muro de coral, que se erguía majestuosamente hacia el brillo de un lejano sol, muy por encima de nosotros. Bajé hasta veinte metros de profundidad, dos más de los permitidos por mi carnet. Volví a subir hasta los quince metros. En un mundo donde todo se ralentiza, disfrutaba de la paz indescriptible que solo se puede sentir en las profundidades, y observaba los pequeños bancos de peces de mil colores que se acercaban curiosos, huyendo con la velocidad de un látigo.

De repente, tanta placidez y relajación quedó interrumpida por una violenta dosis de realidad. No podía respirar: el aire de mi botella se había cortado de repente. Con tranquilidad me saqué la válvula de la boca y presioné el botón con el pulgar para desatascarla. Me la introduje otra vez entre los labios y la mordí. Volví a aspirar con fuerza, pero el aire seguía sin llegar a mis pulmones. Tragué un hilillo de agua salada. Recordé con pánico que antes de saltar al agua no había comprobado el indicador de presión del aire en la botella. Mi pecho se oprimió aún mas cuando ví que ¡estaba totalmente vacía! ¡durante mis resacosos preparativos no me había ocupado de llenarla!. Cerca del pánico miré a mi compañero de buceo con intención de auto-socorrerme usando su regulador de emergencia que va colgado a la espalda. Pero él buceaba placidamente a muchos metros de mí dándome la espalda. Intuí que no me daría tiempo a alcanzarle. Ya sin aire, miré angustiado hacia arriba para calcular los metros que me separaban de la superficie. Calculé una distancia equivalente a un edificio de cuatro plantas. El sol se reflejaba lejano sobre las ondulaciones marinas, y entre la vida y yo, miles de metros cúbicos de agua. En un flash visualicé una de las lecciones aprendidas en el curso de buceo: es extremadamente peligroso ascender rápidamente a la superficie sin haber pasado por varias paradas de despresurización. Al ascender y disminuir la presión, el oxígeno de los pulmones se expande. Si los pulmones contienen más aire del adecuado pueden reventar durante una ascensión demasiado veloz. O la sangre puede llenarse de nitrógeno, produciendo un exceso de burbujas en los tejidos. Los accidentes de descompresión son una de las causas de muerte más comunes entre los buceadores, y la más dolorosa.

Cerré los ojos, recé y me lancé hacia arriba como un torpedo, con todas las fuerzas que podía transmitir a mis piernas y aletas. Recuerdo vagamente un mareo que me iba adormeciendo a medida que me aproximaba a la inalcanzable superficie. Cuando por fin emergí, escupí inmediatamente la válvula y tomé aire mientras tosía y eructaba, escupiendo agua entre bufidos. Por ahora no me había pasado nada. Cuando me calmé, reintroduje la cabeza en el agua para buscar a mi socio de inmersión. Este se había detenido algunos metros por debajo de mí, y mirándome boca arriba me indicaba algo rotando el índice contra su sien.

Regresé al barco y con ingenua sinceridad comenté a los instructores lo que me había ocurrido minutos antes. Por supuesto no mencioné la borrachera de la noche anterior. Me prohibieron bucear durante el resto del día y comprobaron varias veces mis niveles de nitrógeno para evitar posibles pompas en el sistema circulatorio. Los dos días posteriores buceé con mucho miedo. El último día, amortizado el susto pero con mucho respeto,  disfruté de los tiburones, enormes tortugas, barracudas, una miríada de peces multicolores y la famosa barrera de coral, una de las maravillas del mundo que no debía perderme.

De vuelta en tierra firme y cansado de mar, sol y playas, compré un billete de avión que me devolvería a Sydney al día siguiente. Lo adquirí de segunda mano en un albergue por sólo 60 euros. Viajé sin problemas a nombre de otra persona, haciéndome pasar por Tony Tsimbas. Tony me llevó en su coche hasta el aeropuerto.

Dicen que Sydney es uno de los lugares más baratos del mundo para comprar un billete de avión. Los australianos tienen la sana costumbre de tomarse un año sabático para conocer el mundo, antes de comenzar los estudios universitarios o su primer trabajo. Hay mucha competencia entre las numerosas agencias de viaje y los precios son muy bajos. Con un carnet de estudiante falso (son muy populares entre los mochileros que vienen del sudeste asiático) que compré por veinte dólares en Mongolia, adquirí un billete de avión hasta Madrid. Me costó unos 800 euros y volaría con New Zealand Airways y American Airlines. El pasaje incluía tres escalas de duración ilimitada a elegir entre cinco destinos: Nueva Zelanda, Islas Fiyi, Hawaii, Los Angeles o Miami.

¡Que chollo!