NUEVA ZELANDA

Era mi obligación exprimir el bonus de inesperada libertad que ofrecía este flexible billete de avión, ideado por alguna mente prodigiosa que debe pasar a los anales de la historia. Un par de escalas en el Pacífico Sur no era mala idea. La primera, de casi diez días, en lo que muchos consideran el país más espectacular del planeta.

Llegué a Auckland a mediados de Septiembre. Era final de invierno y aún hacía bastante fresquete. Me alojé en el cómodo pero caro Auckland Youth Hostel. Mi compañero de habitación era un aburrido y barbudo norteamericano de unos cuarenta años que se pasaba el día acostado. Viajaba con un equipo de música que pesaba más de diez kilos. Creo que o estaba un poco tarumba o sufría una depresión.

Alquilé una bicicleta para pasear por la ciudad, que pronto se quedó pequeña. Tosiendo mucho y con la curiosidad habitual de los primeros momentos en un país, me alejé de Auckland bordeando la carretera de la costa, sin encontrar nada sorprendente, ni siquiera reseñable. Todo era bonito, pulcro y civilizado, aunque con poca vida. Me recordaba a Suiza. Durante un par de días pedaleé en solitario sin rumbo definido, amenazado por un cielo siempre plomizo que descargaba con fuerza y sin piedad en los momentos menos oportunos. El pequeño resfriado que había atrapado en el Tak-Away empeoró hasta que mi cabeza, incluyendo nariz y oídos, quedó totalmente embotada, como si me hubieran colocado una escafandra. Los dos días en Auckland fueron muy solitarios. Me pegué una buena paliza de videojuegos en una sala de recreativos, convirtiéndome en un maestrillo de la conducción virtual. Mi conducción real no tiene nada que ver. Por la noche cenaba en algún desangelado McDonald´s o me colaba en salas de cine para ver malas películas cuyo título no recuerdo. Con mi menú Combo me sentaba aburrido en una pequeña mesa cuadrada pegada al ventanal, mirando como el mundo pasaba delante de mí. Gentes de múltiples razas, orientales, filipinos, inmigrantes de cualquier archipiélago del Pacífico, caucásicos, indios… Fantasmas que caminaban con rumbo incierto o hacia alguien que les esperaba en un hogar acogedor, con calefacción y cariño. Sufría momentos de resaca emocional. Supongo que nuestro cuerpo, corazón y cabeza necesitan descender para después subir y recuperarse…

A pesar de mi imponente resfriado y de la incesante lluvia, al tercer día decidí escapar de la ordenada rutina de la capital huyendo hacia el Sur, a bordo de un lujoso autobús cuyo destino final era Rotorua, en el centro de la isla Norte. Los 233 kilómetros de verde y roca que disfruté acomodado en el asiento hicieron que Nueva Zelanda esté en mi agenda de lugares a revisitar con mucho tiempo en el bolsillo. Dicen que la isla Sur es aún más espectacular.

Rotorua es una coqueta y turística ciudad, famosa por su ingente actividad volcánica, por su olor a huevo podrido, por el lago con el mismo nombre, por las agradables aguas termales y por los bellos parques naturales con nombres maoríes que la rodean. Cerca hay un tortuoso torrente de aguas rápidas, que termina en una caída de siete metros. Por cincuenta dólares me apunté a una corta jornada de rafting, acompañado por un guía y varios turistas con ganas tantas ganas de aventura como de pasar frío. Lo que mejor recuerdo no es la caída de siete metros desde lo alto de la famosa cascada (este revolcón acuático era el momento estrella de la excursión), sino el agua helada que se colaba a borbotones por las rendijas del neopreno. Mi gran idea no ayudó a mejorar mi estado de embotamiento general. Cuando uno no puede quedarse quieto hace tonterías.

El segundo día en Rotorua lo dediqué a pasear en la bicicleta que me prestó el simpático dueño del albergue, en el centro de la ciudad y muy cerca de la estación de autobuses. El paseo se convirtió en un recorrido de 60 km por un par de parques nacionales y el Lago Tarawera.

Pero lo mejor fue conocer, a través del dueño del albergue, a Andrés. Andrés es un simpático vasco de 24 años que llevaba un año viviendo en la zona. Trabaja como ingeniero forestal en una compañía maderera neozelandesa. Varios años antes había jugado en la selección española de fútbol Sub 21. Estaba muy conectado a un grupo de chilenos residentes en Rotorua. A partir de este momento y durante los dos días siguientes satisfice con creces el déficit afectivo que venía arrastrando desde Australia. Acudí a un par de fiestas, una de ellas para celebrar la independencia chilena. Bailé sevillanas, comí tortilla de patatas, me volví a comunicar con otros en castellano, aunque por falta de práctica la lengua se me trababa, canté y hasta pillé un buen mareo a base de sangría. ¡Ole, ole, ole! Alegría.

Una vez resarcido de la falta de afecto, comencé a sentir el día a día en Rotorua rutinario y falto de alternativas, como a veces en un pueblo pequeño. Me quedaban pocos días en Nueva Zelanda y quería conocer otros lugares. La curiosidad pisaba a la comodidad. Pasé por otra dolorosa separación con amigos que cuesta abandonar, posiblemente para siempre. Pero mi viaje debía continuar y en Nueva Zelanda siempre hay muchas cosas que ver.

Tomé un autobús hacia la Península de Coromandel, al Noreste de la isla. Dicen que de Coromandel salen algunos de los mejores senderos de Nueva Zelanda. Es el lugar ideal para el tramping (senderismo, en neozelandés). En Coromandel el autobús me dejó en la fantasmagórica Thames. A las ocho de la noche de ese odioso domingo no quedaba abierto ni un mísero bar o restaurante para comprar un bocadillo, ni un supermercado para avituallarme. Tras aporrear insistentemente el cristal de una hamburguesería cerrada, un empleado caritativo salió de la trastienda y desconfiado me pasó por la rendija de la puerta un poco de pan y patatas fritas frías y duras. Un carpanta sevillano mendigando comida a tropecientos mil kilómetros de casa. El albergue local estaba ocupado por un par de huraños mochileros ingleses. Dormí sólo en una habitación con capacidad para dieciséis personas.

Al día siguiente desayuné con una pareja alemana que partía en coche ese mismo día hacia el parque nacional de Coromandel. Huelga decir que aproveché para unirme a ellos y gorronear locomoción; ya me había convertido en todo un experto. Tras una hora conduciendo por un tortuoso camino de grava nos bajamos en un estacionamiento vacío bajo el habitual cielo gris y amenazante, estudiamos el mapa del parque y tomamos el sendero hacia un refugio de montaña. Era el 22 de septiembre, mi cumpleaños. La única celebración fue un Happy Birthday que cantó la desafinada pareja alemana en medio de la nada y protegidos por un saliente de roca bajo una lluvia torrencial. Por la noche llegamos a un acogedor y confortable albergue-refugio de montaña. Allí se alojaban una docena de ancianas de la asociación de Amigas de la Montaña que se reunían una vez cada 4 o 5 meses para hacer tramping. Ellas también cantaron a coro Happy Birthday y cocinaron para mí. Me inyectaron algo de optimismo, que otra vez iba cuesta abajo. ¡Como echaba de menos el sol de Australia! Al día siguiente caminamos los tres por parajes espectaculares que no pude disfrutar por culpa de una incesante lluvia que me calaba los huesos y el alma. Regresamos en coche a Thames y al día siguiente tomé un autobús a Auckland. Mi constipado era terrible y la escafandra se hacía más gruesa y pesada.

Ilusionado a la mañana siguiente subí los peldaños de la escalerilla de un Airbus que me llevaría a las Islas Fiyi, hacia temperaturas cálidas, playas y palmeras. Pendiente queda otra visita a Nueva Zelanda, para disfrutar los paisajes con mejor clima, y por supuesto, volar a Christchurch, capital mundial del turismo aventura, en la isla Sur.

Esto es todo por ahora. Espero escribir una nueva crónica desde Fiyi.