Pero es ahora el momento de compartir los buenos y malos momentos en la peculiar y lejana Namibia.
Tras despedirnos en Botsuana de un apesadumbrado Eduardo que regresaba la rutina en España, Juan y yo atravesamos durante un día completo parte del Desierto de Kalahari en un destartalado autobús semivacío, botando sobre los duros asientos de madera. El fin de trayecto era en un hotel en Ganzhi, una pequeña población en medio de la nada. Era una noche oscura, estrellada y fría. No queríamos gastar dinero y decidimos acampar en el césped que ajardinaba el hotel. Amanecimos a las tres y media de la madrugada. Aún nos faltaban bastantes unos trescientos y pico kilómetros por pistas en dirección Este, hasta la frontera con Namibia. Acurrucados a la intemperie en la bandeja trasera de una camioneta “pick-up” recorrimos muchos kilómetros por las polvorientas y pedregosas pistas del desierto de Kalahari. Nuestros benefactores eran un joven amable y mastodóntico namibio blanco acompañado por su pulcra y rubia esposa, que habíamos conocido la noche anterior en una furtiva internada al comedor del hotel. Estaban recién casados y volvían a su país después de viajar durante un mes por el cono Sur de África. Iban con prisa porque llegaban varios días tarde en su obligación de retomar el control y administración de una inmensa finca de cincuenta mil hectáreas, en algún lugar en medio de la nada. Ambos estaban contratados por su terrateniente afrikaans para explotar 20.000 cabezas de ganado. Bajo una sucia manta, con la ropa forrada de una fina capa de polvo amarillento, y ateridos de frío, llegamos poco antes de las siete de la mañana al desolado puesto fronterizo de Buitepos, entre Bostuana y Namibia. Aún no habían llegado los funcionarios y el puesto estaba cerrado con una barrera metálica descolgada. Surrealista. A ambos lados del puesto fronterizo se extendían miles de kilómetros de árida llanura, sin barreras humanas ni naturales.
Todavía hoy me pregunto de donde aparecieron diez minutos después unos funcionarios nativos pulcramente uniformados, desganados y con semblantes somnolientos y desganados. Nuestro vehículo era el único que esperaba, por lo que no tuvimos problemas para pasar la frontera. En África, esto es mucho decir. Tres horas después de entrar en Namibia, ya a plena luz del día y con un poco más de calor, la camioneta se detuvo en una pequeña y animada población. Nos despedimos de la amable pareja, que se desviaba hacia el Norte y le quedaba una larga jornada. Juan y yo debíamos continuar hacia el Oeste hasta Windhoek. En este momento Juan sacó la foto más significativa de mi vuelta al mundo. El sevillano extendiendo el pulgar al borde de una calzada y sosteniendo un cartón blanco con WINDH rotulado a mano, con la mochila sucia apoyada en la rodilla, un raído pantalón nepalí, una camiseta agujereada y un pañuelo en la cabeza. Con ese lamentable aspecto no me recogería en Europa ningún conductor en su sano juicio. Además, no creo que oliese a perfume de Armani. Pero estábamos en el sur de África. Tuvimos suerte y en menos de veinte minutos se detuvo varios metros mas adelante una pequeña furgoneta llena de divertidos mulatos. Tras muchas risas y bromas al comparar el dialecto herero con el vocabulario del Chiquito de la Calzada, al mediodía estábamos en Windhoek, la capital del país.
La configuración del centro de Windhoek hace pensar que estamos en una ciudad alemana, en el corazón de Baviera o de la Selva Negra. Pero cuando te alejas varios kilómetros chocas de bruces con la realidad. Nuestra agradable y organizada ciudad está rodeada por algunas de las extensiones de arena y piedra más inhóspitas y menos pobladas del planeta, sin una gota de agua en cientos de kilómetros a la redonda. Pero este oasis de civilización alberga numerosas razas y fantásticas mezclas étnicas. Algunas mujeres son bellísimas. Nunca olvidaré el orgulloso bamboleo de esa espectacular mujer de más de 1,80, cuerpo perfecto, piel tostada con mezclas de alemán y ovambo, cabello largo y cobrizo, luminosos ojos verdes de mirada distante, tacones de infarto para pies que se cruzan al caminar, falda ceñida y chaqueta de algún diseñador europeo de renombre.
Paseando por la bien cuidada Avenida de la Independencia, repleta de lujosas tiendas, nos sentamos en un banco público, deleitándonos con la mezcla de pelirrojos, albinos, exóticas mezclas étnicas resultantes de uniones entre ovambos, hereros o himbas con chinos, caucásicos e hindúes. Ropa de Versace, Chanel y Dior, joyas, BMWs, Mercedes y Porsche, yuppies, enormes y gordas mujeres negras con las coloridas prendas de tela tradicionales, algún bosquimano semidesnudo, quioscos que venden cucuruchos de delicioso helado italiano, luminosidad y limpieza, restaurantes alemanes que sirven mil y una variedades de bratwurst, agencias de viaje con docenas de ofertas para viajar a Alemania. Si deseas contrastes, en Windhoek tienes los que quieras y más.
Juan y yo nos organizarnos rápidamente hacia un nuevo destino. Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Compramos billetes para viajar en una cómoda furgoneta, transformada en minibús, en dirección a Swakopmund, el mayor centro turístico de la costa. Desde allí proyectábamos internarnos en el desierto.
Al día siguiente llegamos a Swakopmund, donde descubrimos con preocupación que no existía un alojamiento adecuado a nuestros exagües presupuestos. Las dos únicas pensiones para mochileros habían sido cerradas recientemente por el ayuntamiento local para desincentivar el turismo barato. Es decir, nuestro turismo. Pero este tipo de viaje está basado en la improvisación y en una alerta continua para salvar obstáculos. Cualquier problema suele encontrar una solución, siempre que no haya prisa. Un golpe de suerte nos encaminó a un pequeño paraíso: Sam Giardino´s Guesthouse.
Sam es uno de los tipos más peculiares que he conocido en este viaje. Llegó de la Suiza alemana a Swakopmund hace pocos años y compró un chalet estilo europeo de varias plantas, con tejados a dos aguas y un torreón. Aprovechando su experiencia como director de un hotel en Basilea, este gordito de 50 años con aspecto de empollón decidió abrir un guest house o casa de invitados, como a Sam le gusta llamarla. Es una vivienda con un cuidado y pequeño jardín japonés, un estanque artificial con puentecito, que flaquea una vivienda de cinco habitaciones y dos pisos decorada al estilo centroeuropeo, como si buscara satisfacer las expectativas de alemanes exigentes que buscan las comodidades de un refugio en Los Alpes. Sam es amante de los buenos vinos y gruesos puros y, como buen suizo, es aburrido, formal y sofisticado. Durante los días en nos alojamos en su palacete, Sam se enfrentaba impaciente a problemas burocráticos derivados de la reciente inauguración de su alojamiento. El anfitrión necesitaba darse a conocer y carecía de huéspedes pudientes, por lo que aceptó a un par de pordioseros harapientos por la módica cantidad de siete euros al día. Un auténtico lujo por calderilla. Teníamos una completa cocina a nuestra disposición, con acceso libre a los más exquisitos manjares, la mejor música clásica, video, televisión vía satélite, ordenador portátil, biblioteca y videoteca etc. Durante los primeros días no salimos de Sam´s ni para comprar el pan. Se nos unió Enzo, un cuarentón maestro de escuela del sur de Italia de carácter irregular. Estaba en el comienzo de sus dos meses de vacaciones, en los que viajaría por Sudáfrica y Namibia.