Pocos días después viajaba en un vetusto taxi hacia Benín por la carretera de la costa. Iba apretujado en el asiento trasero entre cuatro africanos. Los tres que iban delante hacían que el chófer condujera con medio cuerpo fuera. Dicen que Benín y Nigeria son la cuna del vudú. De aquí se exportó al Caribe.
Mi mayor interés era experimentar de cerca una ceremonia en la que aldeas enteras se reunen para reclamar a los dioses buena fortuna o para, en secretos y discretos grupos, desear maldades a enemigos e invocar espíritus ancestrales. Quería alejarme de las zonas visitadas por turistas blancos. Por recomendación del taxista partí a Adokonou, una pequeña aldea en el interior del país, cerca de Abomey.
En Adokonou se celebraba en breve el aniversario de una conocida familia local, y durante tres días todo el pueblo o colectividad se reuniría para pedir a sus dioses ayuda y buena suerte. Llegué a Adokonou en el sillín trasero de un ciclomotor-taxi conducido por un africano con una enorme cicatriz que le atravesaba la cara. En el Oeste de Africa los recién nacidos son sometidos por la familia a un rito de iniciación en el que sufren largos y profundos cortes en las mejillas que los identificará el resto de sus vidas con su tribu o clan familiar.
Los aldeanos de Adokonou se sorprendieron por la llegada de “le blanc” (así llaman a los blancos) y enseguida me ofrecieron alojamiento en la casa de barro de Da-Ravivi, uno de los jefecillos de la familia que iba a ser homenajeada. Así como en los bancos de inversiones de Nueva York casi todos los empleados son vicepresidentes, en las tribus de Benín casi todos los hombres maduros son reyes.
Da significa rey. Da-Ravivi es chofer, no muy inteligente, gordo y bonachón. El día de mi llegada me paseó orgulloso por la aldea tomado de la mano. La choza de Da-Ravivi es de cemento y barro (un lujo en Adokonou). Vive cerca de sus tres esposas, que cocinan y limpian todo el día, con sus pechos secos y fláccidos al descubierto. Los hijos juegan a su alrededor desnudos, churretosos, con la panza hinchada y enormes cabezas. Siempre encontraban un motivo para sonreir. Da-Ravivi no duda en cederme su cama, el único mueble importante que posee. Las tres esposas viven en chozas separadas. Las visitará por la noche si cocinaron bien durante el día. Me asigna como guía inseparable a Justine, su hija mayor.
Justine tiene 18 años y complexiones muy africanas: piernas cortas, pechos grandes, piel muy oscura, ojos saltones, pelo estropajo, culo respingón, labios muy gruesos, y mucha vitalidad. Su vestido es un paño único de vivísimos colores alrededor de cuerpo y otro en la cabeza. Esta obligada a arrodillarse para servir la comida y bebida a su padre y tíos. Da-Ravivi se ocupa de gestionar mi asistencia al gran evento. Me cuenta en un francés chapurrero que los blancos no visitan nunca estos lugares, y menos como yo, para tomar fotografias. Durante el resto del día, aldeanos y familiares se acercan a la choza para saludarme. Algunos me observan como el que mira a un marciano. La gran ceremonia vudú en honor a la familia de Da-Ravivi comenzaba esa misma noche.
Tomándome de la mano Justine me condujo hasta el centro de la aldea, donde al aire libre cientos de personas se sentaban haciendo un amplio círculo alrededor de una explanada de tierra y polvo, bajo la luz de la única lámpara eléctrica de Adokonou. Muchos me observaban con curiosidad pero con respeto. Tras una larga espera se escuchó un murmullo, se abrió el círculo en uno de sus extremos y se introdujo hasta el centro de la multitud un desvencijado Peugeot 504 (¡¡un coche!!). Expectación y silencio.
El chofer descalzo abre la puerta para que descienda un enorme y obeso negro enrollado en alegres y lujosas telas estampadas, blandiendo un bastón e inundado con quincallería que se derrama sobre su voluminoso tórax. El tipo es imponente.
Se acerca con paso grave hacia las sillas de plástico instaladas para él y su séquito de esposas y familiares.
Su nombre es Da-Da o Rey-Rey.
Solemnemente se acomoda en la silla que está a punto de doblarse, hace un gesto con la mano y comienza el rosario de reverencias: aldeanos bien vestidos se turnan para arrodillarse a los pies de Da-Da, tocando el suelo con la frente y echándose polvo por detrás del cogote. Es una forma de saludar con respeto. El rey de reyes ignora olímpicamente la procesión de súbditos que se tira a sus pies, mientras escudriña a los numerosamente niños traviesos que se revuelven con impaciencia en el suelo en espera del inicio de la ceremonia.
Da-Da me ve entre la multitud y me hace un gesto con el dedo para que me aproxime. Cuando estoy delante de él comienzo una genuflexión, pero me toma del hombro y me dice en un correctísimo francés y con una sonrisa: no es necesario que “le blanc” me reverencie. Me ofrece una silla a su lado, desplazando a algún cortesano desafortunado, y me concede permiso para tomar fotografías y moverme libremente entre la multitud.
Por unos momentos, me sentí un tipo muy importante. Se hace el silencio y empiezan a redoblar los tambores. El círculo de gente se vuelve a abrir y con pasos cortos y en fila los “fetiches” se introducen hasta el centro.
Los fetiches están representados por aldeanas con status semidivino que en la religión animista representan el nexo entre los dioses y el mundo. Conté más de ciento cincuenta fetiches.
La mayoría son mujeres viejas. Van ataviadas con telas blancas bordadas y enrolladas, muchos kilos de quincallería barata colgando de la cintura, cuello, orejas, brazos y tobillos, una cimitarra en el costado, turbante en la cabeza y otros adornos que me es difícil recordar. Caminan con aire muy solemne en filas de dos. Recordé que durante la mañana previa a la ceremonia me había detenido a observar grupos de fetiches que paseaban en fila por la aldea al son de unas campanillas. A su paso debíamos inclinarnos. Algunos aldeanos se tiraban a sus pies y las fetiches interrumpían momentáneamente su desfile, tocando las palmas para traspasar fortuna al fiel devoto.
Cuanta fe.
Es de noche pero sigue haciendo calor.
La percusión asciende lentamente hasta adquirir un nivel molesto y sin ritmo perceptible. Los primeros fetiches llegan al centro del círculo y empiezan a contorsionarse con movimientos espasmódicos. Se turnan en grupos de dos hasta diez. Patean el polvo y ondulan los codos agitándose como gallinas. Mantienen las palmas abiertas boca abajo mientras avanzan y retroceden con la mirada fija en el suelo. Un minuto después el primer grupo se aparta y entra otro grupo. La estruendosa “música” sigue su ritmo ascendente y la ceremonia prosigue con intensidad durante horas. Varios fetiches masculinos (el diablo, el bufón, el mago, el brujo) se mezclan con los grupos del centro para dirigir o divertir a los asistentes.
Da-Da observa apoltronado en su silla y con cara de aburrido. Le pido que me deje hacerle una foto y me dice que espere. Da-Da se re-acomoda con dificultad en la silla, se arregla los paños, toma el bastón con las dos manos y adopta una posición regia, con la barbilla alta y sin dejar de mirar a la cámara. Me interesé por el sentido y orígenes de la ceremonia, pero sólo encontré evasivas.
Pasé otro día con otra noche completa de ceremonias en Adokonou. Pero llegó el momento de la despedida. Diplomáticamente rechacé el ofrecimiento de la familia de Da-Ravivi para llevarme conmigo a Justine. La noche anterior había cometido el error de defenderla en una discusión familiar.
Como consecuencia todos pensaron que estaba enamorado de ella. Esta situación, unida a mi desacuerdo sobre el dinero a pagar por la estancia en casa de Da-Ravivi y por asistir a la ceremonia, crearon un ambiente tenso durante mi despedida.
El adiós no fue amigable y partí de Adokonou al amanecer sin recibir un “au revoir” o un abrazo. Casi todos los que me habían recibido con los brazos abiertos escrudriñaban mi paso agazapados detrás de las puertas y ventanas de las chozas. Fue uno de los momentos más tristes del viaje. Al día siguiente estuve postrado en una cama con fiebre, diarrea y vómitos.
¿Casualidad o vudú?