Cuando el sol emergía detrás de las húmedas chozas y edificios mal construidos de los arrabales de la capital, nuestro cacharro agonizante entró ruidosamente en la dormida estación de autobuses. Mas que una estación era una explanada son suelo mal asfaltado, con docenas de viejas furgonetas paradas y vacías, y gente durmiendo acurrucada en el suelo entre fardos de tela. Agotados física y emocionalmente estábamos en la capital del pequeño país, uno de los más densamente poblados y pobres del planeta. Preguntando llegamos a un ruidoso albergue cerca de la estación, con los inodoros compartidos atascados y rebosando heces. Me desenganché la mochila en la sencilla habitación de paredes descascarilladas y una pequeña cama de con sábanas limpias. No pensaba en dormir.
Sin la compañía de Teresa y John, me dirigí en un taxi sin ventanas ni parabrisas al pequeño complejo de construcciones bajas y despintadas que forman el Ministerio del Interior de Malaui. Era aún temprano en la mañana, pero un calor tórrido inundaba los largos pasillos flanqueados por despachos vacíos. Oscilaban con un tacatacataca metálico los viejos ventiladores de mesa. Aún no habían llegado los funcionarios. Fui a darme un paseo por los alrededores, que sorprendentemente, estaban ajardinados y bien cuidados. Los gobernantes suelen escoger los mejores sitios para trabajar. Al volver una hora después pregunté por el departamento de aduanas del ministerio. Me atendió un funcionario con camisa blanca arremangada que necesitaba un café. Expliqué detalladamente el secuestro en la frontera, pero percibí que con este señor no llegaría a ningún lado. Pedí dirigirme a su superior. Dijo que estaba de vacaciones. Estaba cansado y cabreado, por lo que no me costó armar un poco de jaleo. Pocos minutos después media docena de funcionarios ya conocían mis desventuras. Para evitar más problemas, me llevaron hasta el superior que supuestamente estaba de vacaciones. Me hicieron pasar a su amplio despacho. Un enorme africano vestido de militar de alta graduación me indicó que tomara asiento en un sillón de cuero tinto con orejeras al otro lado de su lujosa mesa. El funcionario que nos presentó se retiró con una reverencia, caminando hacia atrás y sin dar la espalda en ningún momento, y cerrando la puerta con sumo cuidado. El oficial o capo di capi llevaba en su muñeca un grueso Rolex de oro. En la mesa había una foto suya enmarcada en plata saludando cariñosamente al que parecía ser el primer ministro. Estaba sentado ante un pez gordo. Hablaba perfecto inglés. Le narré con detalle el mal rato que había pasado en la frontera la noche anterior, antes sus funcionarios. Tras escucharme con atención, me pareció que su estado de ánimo había empeorado y me pidió una detallada descripción de los funcionarios que me habían retenido. Levantó el teléfono y gritando en algún dialecto local soltó lo que parecían improperios a un infeliz al otro lado de la línea. Hizo varias llamadas y habló con el mismo tono agresivo. Cuando colgó definitivamente el teléfono, me aseguró con una sonrisa que el problema estaba resuelto, a su manera. Como favor me pidió que me trasladase a Blantyre, al sur del país, a contarle mi historia a algún otro funcionario de rango. Por razones obvias, me negué educadamente y le di las gracias. Siempre me he preguntado si mi reclamación tuvo alguna consecuencia sobre las posteriores entradas de viajeros occidentales. Me temo que no. En los días que pasé en Lilongüe llegué a temer la visita a mi alojamiento de algún funcionario o militar cabreado.
Lilongüe estaba aún inundada por las intensas lluvias que caían durante varias horas al día desde hacía varias semanas. Estábamos a principios de verano, que en el hemisferio Sur se produce durante nuestro invierno. El objetivo de nuestra parada temporal en la capital de Malaui era obtener un visado para pasar por Mozambique, ya que era etapa necesaria en nuestro viaje por carretera hasta Harare. El visado para entrar en Zimbabue lo obtendríamos en la frontera entre Mozambique y Zimbabue. Al menos, eso pensábamos. Para nuestra sorpresa, la embajada de Mozambique en Lilongwe tardó 48 horas en estamparnos el aparatoso sello. Nos quedamos atascados en esta fea e inundada ciudad más de lo hubiéramos deseado. Mientras tanto, la lluvia decidió no dar tregua durante estos dos días.
Por doce euros cada uno, John, Teresa y yo compramos bajo un aguacero billetes de autobús Lilongwe-Harare, con el obligado tránsito por el norte de Mozambique. Forcejeando en la estampida que suele producirse para entrar los medios de transporte en esta parte del mundo, conseguí un asiento en el autobús tras algunos gritos y empujones. Otra vez otra odisea. Pasamos 18 horas en un vehículo de cinco asientos por fila. Afortunadamente, esta vez dormí como un lirón y los trámites en la frontera con Mozambique fueron rápidos. Durante todo el día atravesamos parte de este olvidado país por el Corredor de Tete, que une los poblados de Arame y Changara. Por lo que observé desde la rayada ventana del autobús, Mozambique es unos de los países más pobres del planeta. Hace unas dos décadas años salió de una cruenta y sangrienta guerra civil que duró dieciséis años. Esta nación colonizada hasta hace poco por los portugueses y azotada por las inundaciones las sequías y el Sida depende de la agricultura, la pesca y mucha ayuda exterior. Hoy los campos están repletos de minas y muchos no tienen para comer. Más adelante he vuelto a este país y lo he recorrido en detalle, conociéndolo mejor. Pero eso es otra historia.
Pero no todo es jauja. Los problemas fronterizos surgieron otra vez en la frontera con Zimbabue. A Teresa le exigieron visado para entrar que no tenía. Los mozambiqueños y los portugueses como antigua metrópoli, tienen algunos problemas diplomáticos con Zimbabue. No la dejaron entrar. Sus llantos y nuestras súplicas no sirvieron para convencer al tozudo funcionario zimbabués, que se refugiaba en las órdenes de su ausente superior. John continuó el viaje hasta Harare, angustiado, con la esperanza de obtener un visado para su novia. No lo consiguió y los dos tuvieron que regresar. Su romántico viaje había terminado precipitadamente. Durante el trayecto recuperé las citas de Paul Theroux: los viajes son fabulosos sólo en retrospectiva y Serrat caminante no hay camino, se hace camino al andar.