MANHATTAN

Quiero decir Manhattan. Una isla con forma de apéndice. Anárquico corazón de una gran urbe que mira desafiante a la gris y fría desembocadura del río Hudson, y un poco mas allá, al Atlántico Norte. Le llaman Big Apple y fue comprada en 1626 por los colonos holandeses a los nativos por 24 dólares. Es tan diferente del resto de los barrios Queens, Bronx, Long Island o Brooklyn que bien merece ser considerada como una ciudad en sí misma. En Manhattan se concentra el cerebro, la sangre y la voluntad. Lo mejor y lo peor. El caos y la creatividad. El ruido y el sosiego. El arte y la confusión. La agresividad y el lujo ostentoso. Las prisas y el tranquilo paseo en la exótica frondosidad de Central Park. El consumismo, los bares de moda, sus barrios escondidos y calles secretas, gente que grita por cualquier cosa, su escasez de niños, el estruendoso y amenazante camión de bomberos, el exótico taxista enajenado, el intelectual, el restaurante exclusivo, la tienda de moda europea, el vendedor de pretzels, el “bagel” mordisqueado con prisas de camino al trabajo, el incombustible musical de Broadway, la lluvia fina y persistente, el sucio y eficiente metro, las calles oscurecidas por los estilizados gigantes de hormigón y cristal, el mendigo acurrucado entre cartones en el portal de un poderoso banco, el policía con silbato y chaleco reflectante engullido por un tráfico desbocado que le ignora, el impasible chino sentado en la puerta de su tugurio, las carísimas tiendas de ropa, arte y joyas de Chelsea y Park Avenue, el intenso tráfico que desangra la ciudad a última hora de la tarde, los abarrotados museos, los restaurantes con sus minúsculas mesitas circulares, velita y luz tenue… Incluso en el momento más profundo de la noche, Manhattan sigue moviéndose. Es un increíble ejemplo de efervescencia humana. Una ciudad donde lo privado vence a lo público. Gente que continuamente va y viene. Todo es transitorio y efímero. En estas calles llenas de parches y remiendos creo ver el escenario de nuestro mundo dentro de cien años.

Durante una semana he estado pateando la ciudad diez horas al día. Respirándola, sintiéndola, odiándola y amándola. Ensordecido y abrumado, pero también maravillado. He visitado pocos museos. No he hecho ninguna ruta turística ni he ido a un musical. Tampoco me he sentado en un restaurante de caché. Mi cama de 25 euros la noche estaba encajada en la esquina del dormitorio colectivo de un hostal de juventud repleto de blancos, en la zona negra, muy negra, de Harlem. Una isla en el océano afroamericano. Amables y cercanos, considero a los pobladores de Harlem mucho más neoyorquinos que los oficinistas estresados del Midtown o Wall Street. Porque en realidad hay muy pocos habitantes genuinos de la gran manzana. La mayoría están de paso. Manhattan es un parque de atracciones para adultos.

Sorprendentemente, en mi enésimo viaje a esta ciudad he notado un cambio, casi imperceptible. Por primera vez me he sentido seguro en cualquier sitio. En más de cien horas caminando con rumbo por más de una docena de barrios, no he sentido miedo ni  amenaza. Esta ciudad que tolera niveles acústicos inauditos, incluso para los españoles, está llena de gente habladora, materialista y respetuosa. Los neoyorquinos son emotivos, cordiales y distantes. Me agradan, aunque dudo que aquí se puedan desarrollar amistades duraderas.

Uno de los lugares que más me han gustado es el mercado de Chelsea, entre la calle 15 y 16 y flanqueado por la avenida 9 y 10. La numeración de las calles hace fácil orientarse. La cosa se complica en el extremo sur, por debajo de Houston Avenue, donde el trazado de las calles se asemeja al casco viejo de cualquier ciudad europea.

El “Chelsea Market” ocupa toda una manzana. Al poner nuestro pie en la cuidada rehabilitación de un antiguo almacén portuario del vibrante “meatpacking district” pisamos un mundo diferente. Parece una vieja fábrica del siglo XIX, con hormigón, ladrillo, metal y tuberías por doquier. Del techo cuelgan pesados y redondos lamparones. Es herencia del mercado de productos frescos de toda la vida en nuestro barrio, pero aderezado con buen gusto, arte, limpieza, variedad y detalles exóticos. Entrando por las puertas de cristal de la novena o décima avenida, accedes a un ancho túnel de envejecidas paredes (en esta parte del mundo no hay nada viejo) de ladrillo visto, piedra tallada, nervudos techos repletos de tuberías, voluminosos ventiladores de aspa y un brillante suelo negro de hormigón estucado. Pegados a los muros carteles con diseños de los locos años 20 (aquí les llaman “vintage”) y vigas que cruzan transversalmente el pasillo. Las acristaladas paredes divisorias nos dan acceso a tiendas gourmet especializadas en quesos o pasta fresca, confiterías, pan caliente oloroso y crujiente, delis (supermercados) de productos frescos, escaparates con comida preparada con mimo para comer en la oficina o la solitaria noche en casa, café de todas partes, una floristería y una tienda de chocolates, un puesto de comida tailandesa, una marisquería, un tienda de calabazas talladas, una heladería y hasta una cristalería y una acogedora librería con detalles budistas. Antes de bajarme de esta montaña rusa de olores y sensaciones visuales me paseé por una psicodélica tetería con mullidos sillones y una suave música oriental.

He alquilado una bicicleta he atravesado el turístico puente de Brooklyn cuatro veces en el mismo día, y he pedaleado por algunas calles tranquilas y residenciales de Queens y Brooklyn. Pero he terminado zigzagueando sobre dos ruedas, como un demente, entre la marea de taxis amarillos de Manhattan. Equipado con un reflectante, una lucecita parpadeante y una mochila pequeña, me he sentido un auténtico neoyorquino, nadando con agilidad en el fluído de chapa amarilla y neumáticos de Madison Avenue y la Quinta, de Downtown y de Broadway. Siempre me habían llamado la atención los enajenados mensajeros ciclistas de NY, y estos días parecía uno de ellos. No sentí peligro. Una dura penalización a los conductores que golpeen con su coche a los ciclistas hace que se mantengan alejados de tu frágil estructura de dos ruedas. Ojalá los legisladores españoles tomen nota.

He estado diez días, desde nueve de la mañana de ocho de la noche, conectado al ondulante asfalto y frías aceras. Dan para mucho. He visto barrios que me han gustado y otros que no. La gente vive en Queens, Brooklyn, Harlem o Bronx. Da la sensación de que a Manhattan uno va a trabajar, comprar o divertirse. La sangre entra en el sistema circulatorio por los túneles y puentes a partir de las cinco de la mañana y se vacía al anochecer. Sin embargo, cuando parece que está desangrada, los miles de restaurantes con menús de cualquier país están llenos y las ventanas de los edificios desprenden luz artificial. Me gusta.

Uno de mis barrios favoritos es el West Village (ojo, no confundir con el conocido y turístico Greenwich Village). En el West Village vive la gente. Es un remanso de paz, regado de calles silenciosas y arboladas, con edificios señoriales de tres plantas (townhouses) y escaleras de piedra de diez escalones que conducen a una sencilla y elegante puerta de madera con un pesado pomo dorado. He visto estas calles en docenas de películas, en las que la romántica pareja protagonista que viene de cenar pasea solitaria, y se despide al pie de la escalera. Algunas veces con beso, otras no. El barrio está salpicado de pequeños restaurantes y tiendas tranquilas. Estas callecitas son una evasión antes de sumergirte otra vez en el caos, el ruido y el tráfico turbulento. Aquí siento caminar con imaginarios tapones en los oídos. Un rincón escondido que no debemos evitar es el extraño y gótico pasaje (path) subterráneo en la estación de metro de St. Christopher. El mercadillo de los sábados en Abingdon Square es una delicia. Otro buen rato se consigue paseando por las pequeñas y sofisticadas tiendas de las calles Bleeker y St Christopher.

Cambiando de barrio, uno de mis sitios preferidos para comer barato y variado es el Whole Foods market en el inmenso sótano del lujoso centro comercial Time Warner de Columbus Circle, en la esquina noreste de Central Park. Por diez dòlares puedes elegir entre comida japonesa, ecológica, india, italiana, mejicana, o comer al peso en autoservicios de ensaladas,  pastas, postres, tartas etc. Hay un quiosco de zumos y smoothies (batidos de fruta sin leche) y una magnífica heladería italiana. Por si fuera poco, la mitad del sótano esta ocupada por un espacioso mercado de productos frescos, panadería y comida recién preparada. Otro mercado gourmet de productos frescos y buena comida preparada es el Food Emporium market, un local a medio camino entre invernadero gigante e iglesia de grandes ventanales, ubicado bajo la el puente de Queensboro en la calle 59 y 1st Av. Siguiendo con la comida buena, fresca y barata, un sitio muy popular para desayunar en pleno Midtown es el 810 Deli&Café, en la 7ª Av entre la calle 52 y 53. Tiene 3 secciones: Bagels y sándwiches rellenos calentitos y humeantes, rellenos de lo que quieras (gustan mucho el pastrami con tortilla de dos huevos, lechuga y rodajas de tomate). Otra seccion del 810 son los wraps y rolls rellenos, y la tercera y no menos sabrosa sección, los pasteles y muffins.

Pero una zona muy de moda de Manhattan sigue siendo el Meatpacking District. Meatpacker significa “envasador de carne”. Situada en el suroeste de Manhattan, es la antigua zona industrial portuaria. Hoy está repleta de enormes edificios de hormigón y  chapa con forma de cubo. Algunos se han reconvertido en futuristas galerías de arte (entre las calles 20 y 26) o tiendas de moda de precios inaccesibles (calles 13 y 14), o desperdigados clubs nocturnos con musculosos porteros de chaquetas abotonadas que blanden supuestas listas de invitados ante colas de gente ansiosa que esperan su turno para acceder al edén, y restaurantes de moda (calle 12) como Pastis o Spice Market, en los que hay que reservar con mucha antelación. En el concesionario de Porsche, Lamborghini y Bentley de la calle 11 conseguí subirme a un Lamborghini Diablo, con 640 caballos y puertas de ala de gaviota que cuesta la módica cantidad de medio millón de dólares. Horas antes me había colado en el edificio colindante en la feria gastronómica Cook, Eat, Drink and Live: durante un fin de semana varias docenas de chefs ofrecen a los afortunados pequeñas porciones de sus mejores recetas, postres y secretos. Un homenaje culinario de este calibre, gratis, en pleno Meatpacking, es algo para no olvidar. Otra opción interesante es pasear y recrear la vista en el panorámico High Line Park, un paso elevado habilitado sobre una antigua vía férrea aérea que recorría de norte a sur el desaparecido puerto.

Para acercarse a la rutina del neoyorquino es imprescindible adentrarse en el submundo vegetal y acuático de Central Park. De dimensiones formidables, este pulmón con forma de ventana verde y rectangular está en el centro de la ciudad. Tiene más de cuatro kms de largo y casi uno de ancho. Es un lugar magnífico para estudiar la fauna humana que puebla el ombligo del mundo. Gente de variado pelaje e idiosincrasia pasea, holgazanea, corre o monta en bici a cualquier hora del día. Considero una experiencia fabulosa correr los 2,5 kms de pista de grava que rodea el Reservoir o laguna central del parque, imitando a Dustin Hoffman en la película Marathon Man. O perderse por los recovecos del parque en una bicicleta alquilada. O en una soleada mañana de domingo, sentarse a observar a la gente y sus rutinas.

En una más gélida de lo habitual mañana de noviembre salí a las ocho a correr por el parque, como había hecho antes en varias ocasiones. Iba con calzonas y una camiseta de mangas cortas. Pero ese día, cuando estaba bien adentrado en el parque, sufrí un fuerte tirón bajo el gemelo izquierdo. No quise parar de correr porque hacía mucho frío y llevaba poca ropa. No debía enfriarme caminando de vuelta al hostal, a dos kilómetros. Craso error. Un kilómetro después tuve un segundo tirón, más fuerte, en la misma zona. Estuve una semana cojeando y algo molesto.

El parque está flanqueado en su costado este por la Quinta Avenida. En la mitad norte de la vía más famosa del mundo se acumulan los pisos y apartamentos más caros de la ciudad (con permiso de Park y Madison Avenue). Aquí vemos pequeñas mansiones y señoriales edificios de granito y hormigón claro con fabulosas vistas a la extensa floresta, almidonados porteros de guantes blancos y gorra de plato, marquesinas de tela verde oliva que protegen la alfombra y llegan hasta el bordillo, sesentonas enjoyadas y enfundadas en pieles que abrazan con mirada altiva repelentes caniches con moño, chaleco, mirada humana y colmillitos que sobresalen bajo un hocico negro y húmedo, grandes taxis amarillos con siete números iguales grabados en la puerta y publicidad en el techo, aires de exclusividad y museos que se agolpan (en pocos metros de esta avenida están el Metropolitan, el Guggenheim, la Neue Gallery, el Cooper Hewitt etc). Todo esto hace que la parte alta de la Quinta Avenida merezca varias horas de paseo.

Un par de barrios que me decepcionan son Soho y Greenwich Village. El primero porque se ha convertido en una red de calles adoquinadas frías e impersonales, donde la gente va sólo a comprar en las magníficas y caras tiendas de diseño. El segundo porque, excepto en las calles (especialmente, las casas señoriales de Waverly Place) que flanquean el cuidado Washington Square Park, se ha convertido en un imán para estudiantes de la Universidad de Nueva York y para turistas. Los neoyorquinos hace tiempo que huyeron de allí. Lo mejor es comer en Café Tasia, un restaurante tailandés moderno y barato, con bastante ambiente y una comida más que aceptable, o en Burger Creations, con hamburguesas jugosas y originales, ambos en la calle 8 con Greene.

Cerca del Village está la calle St Marks, un reducto hippy y arbolado de tiendas extrañas, bares animados y restaurantes étnicos. Entre Broadway y el parque Tompkins Square. En este agradable parque he detectado, como en el West Village, una ciudad más humana, en la que los niños pueden vivir.

Otro barrio “in” es Nolita (North of Little Italy), que mantiene un ambiente tranquilo y silencioso, con tiendas juveniles y originales, y aderezado con pequeños y acogedores restaurantes llenos y sin turistas. Nolita es un lugar para caminar sin prisas. El cinturón que encierra este barrio son las calles Houston, Kenmare, Freeman y Cleveland.

Un fenómeno curioso que me ha llamado la atención en este viaje es el despliegue de encanto que desbordan algunas tiendas de moda para hipnotizarte y llevarte del cuello hacia la caja registradora, tarjeta de crédito en mano. El paradigma o modelo es la abarrotada cadena de ropa juvenil estilo americano (es decir, basto) Abercrombie & Fitch. Aunque parezca increíble, la gente hace cola en la calle para acceder al edificio. Incluso han habilitado en el exterior una alfombra roja delimitada por una soga de fieltro rojo sobre soportes de metal dorado y un portero uniformado y pinganillo en la oreja que con intermitencia permite el acceso a los sufridos consumidores. La espera te pone ansioso, y cuando finalmente dejas atrás al portero, entras en la tienda y se produce la inmersión en un nuevo mundo: música discotequera a volumen ensordecedor, suave y atractivo perfume con efectos euforizantes, penumbra, una persona que nada mas acceder, con una sonrisa incompleta, te pregunta how are you today?. Cualquier respuesta que no sea ok o find  producirá estupor. Una vez acostumbrada la vista a la semi-oscuridad, detectas numerosas siluetas que se mueven en cualquier dirección. La ropa esta cuidadosamente apilada en rústicas mesas y estanterías. Cada pila de esta ropa granjera que rebosa marca por todas sus esquinas está iluminada por focos halógenos, como si fueran inmóviles cantantes de ópera en un escenario. Mientras curioseas, los dependientes (ninguno supera los 25 años, supongo), seleccionados por su genética, en chanclas y uniformados por la marca, pasan cerca tuya y te preguntan, sin esperar respuesta, el consabido how are you today?.  La tienda tiene tres pisos, y al final de cada tramo de escalera hay un dependiente estático cuya función única es preguntarte… adivina. Toda esta parafernalia emocional y ambiental está dirigida a que, aunque no te atraiga el producto, compres porque te sientes a gusto y con energía. Y hay colas en las cajas…

Un último consejo: si vas a estar varios días, no dejes de comprar el “metrocard” de 7 días, que por poco dinero te permite usar ilimitadamente autobuses y metro en la isla y barrios aledaños.

Al terminar este viaje, me quedo con el poso y nostalgia de una ciudad cosmopolita que respira y grita, con su suciedad, diversidad, caos, energía, insomnio, vitalidad, creatividad, diseño y carácter. Una ciudad que nunca dejará de fascinarme.