Juventud y esperanza. Ganas de hacer y conocer. Levantar la mirada por encima del estrecho horizonte de la realidad inmediata. Ver más allá de una pantalla en color que grita. Derribar las limitaciones que nos van arrinconando día a día. Escapar de prejuicios externos. Saltar por encima de la invisible y escurridiza manipulación informativa. Acercarme, sentir, tocar, oler, y crear mi propia opinión. Alejarme de puntos de vista ajenos superficiales o desinformados.
La vida es como un Gulliver recién caído, rodeado de enanos liliputienses. Mientras más tiempo está tumbado, más cuerdas le van echando por encima. Antes de lo previsto el gigante ya no se puede mover. Y se arrepiente de no haber escapado antes. O por lo menos, forcejeado.
Cansado de siempre lo mismo, vislumbrando un futuro gris, tal vez claro, tal vez oscuro, fantaseaba cada día con largarme lejos y ver cosas. Mientras más vueltas le daba, mas dudaba. Hay que ser valiente para, de repente, desatarse y echar a correr medio desnudo. Meditar y planificar una larga escapada envolvía y nublaba cada vez más mi voluntad. Un día, sin saber por qué, amordacé mis neuronas y dejé que pensara el corazón. Ese día decidí tirarme a la piscina, cortar cadenas y cambiar para siempre mi vida…
Alguien dijo que viajar es una buena forma de aprender y superar miedos, o que los viajes son en la juventud una parte de la educación y, en la vejez, una parte de la experiencia.
Vendí mi viejo coche de dos puertas y organicé poco. En noches de vigilia, me agitaba entre las sábanas como espectador pasivo de un invisible choque entre ilusión y esperanza contra miedo y prudencia. Vigilaba de reojo un enorme y lejano nubarrón negro, inerte y amenazante, llamado arrepentimiento.
Compré una mochila y un billete de avión a Moscú. Ya no había vuelta atrás. Cada hora me notaba más ligero y ágil, como el tripulante solitario que poco abrigado se eleva en un globo aerostático hacia un largo y desconocido periplo, tirando al vacío sacos de arena desde una canasta de mimbre con escasas provisiones, dejándose arrastrar por cualquier viento.
Buscaba viajar con la anarquía de Sal Paradise, protagonista de En el Camino de Jack Kerouac, la emoción de Javier Reverte en sus andanzas por África, la curiosidad e ilusión de Santiago en el Alquimista de Coelho y el espíritu crítico de Kapuscinski en Ébano, aunque sabía nunca podría alcanzar la sabiduría de Steinbeck en Viajes con Charley, la inteligencia del Odiseo de Homero o la valentía de Burton.
Durante un largo y corto año recorrí miles de kilómetros haciendo autostop, en la bandeja descubierta de algún viejo y sucio camión, en furgonetas y autobuses abarrotados e inseguros, en el sillín trasero de una pequeña motocicleta, navegando en un catamarán o la cubierta de un viejo carguero, en la plataforma de un carro tirado por un asno o cabalgando en un pequeño y recio caballo mongol, caminando por polvorientos caminos o subiendo al pico más alto de un continente, bajando en ríos de espuma turbulenta, o surcando los cielos en un avión de juguete o en otro con escalinatas palaciegas.
Arranqué este viaje pletórico de aprendizajes y experiencias en Moscú, en la alegre cabina del Transiberiano. En otro continente me apeé para atravesar la indómita Mongolia. Estepa y naturaleza en el Norte, árido desierto en el Sur. Conviví con los nómadas y grité de alegría y asombro entre huesos prehistóricos perdidos en el desierto del Gobi. Después China, donde me quedé pasmado ante su desbocada carrera hacia un artificioso modelo de civilización. Poco después a Japón. Que pueblo tan diferente a nosotros… Un colorido avión hasta la maravillosa Sidney y tres semanas como grumete de lujo en un velero, navegando hacia el Norte la Gran Barrera de Coral. Inolvidable. Nueva Zelanda: paisajes, buena gente y un gran resfriado. Semanas después, en la cubierta de un carguero para pasar un mes en Fulaga, una pequeña isla perdida en medio del Pacífico Sur. El primer hombre blanco en siete años. Un paraíso en la Tierra.
Y la parte más intensa: África, el continente oscuro. Agónica ascensión al Kilimanjaro, viaje en auto-stop a los parques de Serengueti y Ngorongoro. Malaui. Parques nacionales y naturaleza salvaje en Zimbabue. Mucha miseria. Las espectaculares Cataratas Victoria y un salto al vacío desde 111 metros de altura. Descenso de rápidos y river-boarding en el revuelto Zambeze. Mucho auto-stop hasta el Delta de Okavango en Botsuana. Correr detrás de leones. Namibia, sus inmensas dunas, surf en la arena y el paisaje lunar de Soussusvlei. Sudáfrica y la peligrosa Johannesburgo.
Avión y gran salto hasta África Occidental: Togo y unos días con el misionero Pepe Schwazenegger. Benín y una ceremonia vudú que me dejo bastante malito. Burkina Faso y la Copa de África de Fútbol con el equipo de Camerún. Malí, Djenné y el exótico País Dogón. Ghana y sus castillos de esclavos. Costa de Marfil y la decadente Abidjan.
Desde entonces no soy el mismo. Sartre escribió el hombre está condenado a ser libre.
Y me alegro enormemente.