FERNANDO EN BANGLADESH

A todas las personas famosas que leáis esto, sabed que os entendemos perfectamente. La fama produce un estrés que no se puede explicar con palabras. Nosotros lo sufrimos en nuestras carnes desde que pusimos los pies en Bangladesh. Y no por el hecho de ser personas conocidas sino por el mero hecho de ser occidentales. Ello hizo que fuéramos el centro de atención allí donde íbamos. Para el común de los mortales la popularidad es algo inalcanzable, quizás por ello muchas veces apetecible. Nosotros a día de hoy podemos afirmar que es un COÑAZO. Así que escuchad, petardas del mundo que estáis dispuestas a hacer todo por conquistar la fama, desde vender a vuestra abuela hasta abriros de piernas: no sabéis lo que os espera!!!

Una de las razones por las que queríamos ir a Bangla Desh era el hecho de ser uno de los países menos visitados de Asia, si no del mundo. Y la verdad es que hizo honor a esa fama. En 2 semanas no vimos a un solo turista, y los únicos dos occidentales que nos encontramos vivían allí colaborando para una ONG. Por ello, cada vez que nos deteníamos a preguntar algo a alguna persona en la calle no pasaba ni medio minuto y ya nos rodeaba una multitud de personas.

El primer círculo concéntrico intentaba ayudarnos, el segundo sólo escuchaba, el tercero miraba únicamente, y mientras tanto, veíamos más y más cuerpos hacinándose detrás a ver si podían presenciar parte del espectáculo como si se pelearan para entrar en un estadio de fútbol en el que todas las localidades están vendidas. Los primeros días nos hacía gracia lo extraño de la situación. Cuando abandonamos el país lo que más buscábamos era recuperar el anonimato.

Una tarde nos encontrábamos caminando por la desierta playa de St. Martin Island. Se trata de una isla coralina en el extremo sureste del país, frente a Myanmar. Todavía poco visitada pero con proyectos para convertirla en un destino turístico internacional. Pasábamos unos días de descanso en uno de los 3 o 4 alojamientos que existen en la isla, a los que a veces llega alguien de Dhaka o de Chittagong. Cuando decidíamos salir a la playa a sentarnos o tumbarnos no había señal de vida humana. A los cinco minutos salía gente de no se sabe donde y se quedaban de pie junto a nosotros mirándonos como si fuéramos dos extraterrestres que acaban de aterrizar en su nave espacial.

Había niños y  mayores, estos últimos en su mayoría hombres. No querían vender nada. Solo mirar. De vez en cuando algún tímido no paraba sino que pasaba caminando y nos seguía con la mirada. Eran habitantes de un pueblo cercano como descubriríamos posteriormente. Incluso nos llevaron hasta su escuela donde los niños, tras muchos esfuerzos por quitarles la timidez nos decían las dos únicas palabras que sabían en inglés: Which country? Y es que a pesar de las humildes condiciones en que viven, los niños en Bangladesh son especiales. El brillo de sus ojos, la alegría de sus rostros, la curiosidad de sus miradas… los convierten en el polo opuesto de los niños occidentales, que si no les sustituyen la playstation del año pasado por el último juego del mercado se pillan unos cabreos increíbles.

Esa tarde pasaron dos hombres con pinta de la ciudad y efectivamente eran de Dhaka. Se presentaron, como no, y nos preguntaron de donde éramos y que hacíamos por allí. Resultaron ser realizadores de la televisión nacional, que habían viajado allí para rodar un documental sobre la isla y su futuro turístico. Nos pidieron que volviéramos un par de horas más tarde, ya vestidos, y filmarnos en una entrevista respondiendo preguntas sobre el desarrollo turístico del lugar. Así que allí estuvimos explayándonos con un rollo macabeo sobre lo que deben y lo que no deben hacer. Que para eso vivimos en Mallorca, lugar maltratado por la industria turística. De todos modos, el futuro no pinta bien. Ya existen proyectos para urbanizar casi toda la isla. Y lo que es peor, sin contar con la población local. El gobierno pretende realojarnos en tierra firme en lugar de hacerlos partícipes del desarrollo turístico, no importando tanto la mejora de su calidad de vida como el engorde de las cuentas de resultados de las empresas que exploten el negocio.

Parece que con bastante éxito ya que de los 5.000 habitantes de la isla el 80 % ya han vendido sus tierras, y por el increíble precio de 150 euros por 70 metros cuadrados de terreno. Mientras, hay un tipo de personaje que abunda en la isla que es el emigrante bengalí que vive en el “primer mundo” y está ávido de sacar tajada del pastel turístico a repartir. Deambula por la isla con su fajo de dólares o euros en el bolsillo a la caza de la gran oportunidad. Nosotros conocimos bastante a uno de ellos que vivía en Paris con un sueldo mediocre pero estaba loco por montar un hotel en la isla. Así que desgraciadamente es cuestión de tiempo que se convierta en una especie de Benidorm. Nos despedimos del equipo del documental aunque con la incertidumbre de si dichas declaraciones iban a ser convenientes para ser incluidas en un programa de difusión nacional.

Mientras tanto, los habitantes de la isla sobreviven como pueden, viviendo de la pesca. Cada tarde llegaban a la playa botes cargados de algas marinas, que dejaban secar unas horas al sol desprendiendo un olor fortísimo. Nos contaron que una vez secas las meten en cajas y las envían a Myanmar donde se venden para consumo de su población. Sin embargo, en St. Martin la alimentación se compone de algo de pescado, verduras cocidas que pican como el demonio, mucho arroz y sopa de lentejas. Y las bebidas todas calientes ya que no hay una sola nevera en toda la isla.

Bangladesh es un país que no deja indiferente. Ya una semana antes, nada más cruzar la frontera, pudimos darnos cuenta del cambio brutal de pasar de India al “País Bengalí”, que es la traducción en bangla (idioma local) de Bangladesh. No es sólo un cambio de religión, lo de menos es que sean musulmanes. Es una actitud diferente ante la vida. Es uno de los países en los que menos  hemos experimentado la sensación de que somos una posible fuente de ingresos para la gente local. Realmente desinteresados. Sin un concepto mercantilista de las relaciones humanas. O quizás viniendo de Calcuta, sin duda muy diferente en ese sentido, eso es lo que nos pareció.

Bangladesh tiene la densidad de población más alta del mundo???? Además de hacinarse millones de personas en sus ciudades, el Bangla Desh rural es un ir y venir constante de personas por todas partes. Como el nivel de vida es muy bajo, el principal medio de locomoción son las piernas!. Así, los arcenes de las carreteras están atestados de personas que van y vienen entre poblaciones y hacia los campos de cultivo. La orografía del país es muy plana. Solo veíamos campos verdes llenos de palmeras y lagunas en las que infinitud de niños chapoteaban pasándolo en grande. Además, debido a que los monzones inundan regularmente las tierras bajas, hace que el transporte se realice sobre todo por los ríos. Los ríos son las verdaderas autopistas del país, como pudimos comprobar al viajar desde la frontera india hasta Dhaka.

El sur del país es una maraña de manglares y ríos que forman un delta donde desembocan los ríos Ganges, Yamuna y Brahmaputra. Por el increíble precio de 9 euros por persona  nos embarcamos en una travesía de 36 horas rumbo a la capital de Bangladesh. El viejo barco de vapor que nos transportó hasta Dhaka constaba de primera, segunda y tercera clase. En la primera viajaba solo un hombre de negocios y su hijo. En la segunda, nosotros en un pequeño camarote y una familia. La tercera constaba de un espacio común en la parte inferior del buque en el que se hacinaban familias enteras junto con animales, paquetes de frutas, de mercancías etc… con un calor insoportable y eso sí, mucho color. Los sarees de las mujeres y la ropa de los niños conferían al lugar un aspecto colorido, casi alegre, y los olores de las especias y sonidos de los animales, un carácter muy rural.

Todo ello nos hizo pensar qué suerte les esperaba a toda esa gente en la capital. Irían a continuar su vida rutinaria o a comenzar un futuro incierto?. Al menos lo podrán contar, ya que llegamos sanos y salvos. No como los cientos de personas que cada año se quedan en el camino al hundirse las embarcaciones en las que viajan. Quien no ha visto o leído como regularmente muchas embarcaciones se hunden en los ríos de Bangladesh ayudadas por los monzones y por la sobrecarga, haciendo del país uno de los más castigados por las catástrofes tanto naturales como las causadas por el hombre?.

El tren, aunque sin muchas líneas en activo, funciona bastante bien. Como en toda excolonia británica, la herencia ferroviaria es de lo más destacable. En tren (coche cama) viajamos de Dhaka a Chittagong. El “Chittagong Express” era un tren de madera con varios camarotes en cada vagón. A pesar de viajar en primera el ambiente del tren era algo tétrico. Casi no había luz, no se veían pasajeros ni tripulación y el ruido y la oscuridad le conferían el aspecto de un tren fantasma. A pesar de ello, después del circo que se montaba cada vez que salíamos a la calle, agradecimos algo de intimidad.

El país es bastante reciente, tiene la edad de Benito. Solo existe desde 1971, cuando se independizó de Pakistan, a pesar del baño de sangre que este último provocó para evitar la segregación. La verdad es que su dependencia de Pakistán no parecía tener mucho sentido. Lo único que le unía a éste es que ambos son musulmanes pero tienen diferente cultura, raza, lengua etc… y para colmo ambas partes del país estaban separadas por India. Sin duda para un viajero que se mueva solamente por criterios culturales quedaría decepcionado por lo poco que el país ofrece en este aspecto. En Dhaka visitamos Lalbagh Fort, un fuerte mughal de cierto valor. Pero acorralado por edificios que parecían sacados del Beirut de la posguerra. Así que el conjunto resultaba extraño. En Dhaka sufrimos en nuestras carnes el principal problema de la ciudad: el tráfico.

Por algo es la ciudad del mundo con más rickshaws. Trayectos cortos nos llevaban casi 2 horas.  Sin embargo, y a pesar del sofocante calor y de la altísima humedad no impera el olor y la suciedad que habíamos dejado atrás, en India. Aunque Fernando sufrió un ataque en forma de lapo procedente de un autobús cuando adelantó al Rickshaw en el que viajábamos. That´s Asia!. Dhaka es una ciudad enorme donde habitan 8 millones de personas y de la que pasamos prácticamente de largo ya que nos pareció muy agobiante. Si tuvimos tiempo de ir al cine, donde flipamos con la actitud del público viendo la película. Parecía una teleserie de esas que tras cualquier frase vienen las risas de fondo. Pero eran risas en directo, auténticas, no preparadas. La gente exclamaba continuamente, se partía de risa y se revolcaban en sus asientos lo que les hacía parecer bastante naif teniendo en cuenta que la película era “La Máscara”.

Por lo demás es un país de un calor insoportable que no permite un respiro, el sudor no dejo de chorrear por nuestras espaldas. Incluso Benito, que no sudó ni en Túnez, a 40 grados comiéndose un Cuscús, tuvo que dormir a la intemperie una noche en St. Martin Island ya que la habitación parecía un horno crematorio. Precisamente calor y playa es lo que buscábamos en Bangladesh. Y vaya si lo tuvimos. Desde finales de diciembre cuando comenzamos nuestro viaje en Turquía, bajo un frío glacial soñábamos con llegar a un lugar cálido y con playa. De hecho, “Cox Bazaar” se convirtió en nuestro grito de guerra cuando pasábamos frío.

Llegamos de polizones en un autobús de turistas locales después de que Mr. Salim, el guía del grupo, nos colara sin pagar un duro. Como casi siempre cuando se espera mucho de los lugares a visitar, nos decepcionó llegar allí, con un mar movido y sucio y una arena oscura que recordaba más a Torremolinos que al paraíso tropical que buscábamos. Poco nos importó que fuera, con 120 km, la playa más larga del mundo. Eso, unido a que la habitación del hotel donde nos quedábamos parecía una granja de cucarachas que salieron de las camas para darnos la bienvenida, hizo que saliéramos pitando hacia St. Martin Island. Los alojamientos allí eran bastante básicos.

En muchos de ellos el suelo era la propia arena de la playa. Eso nos gustó, así como que fueran tipo cabañas. Lo que no nos hizo gracia fue cuando encontramos en la  primera cabaña que vimos una araña del tamaño de un palmo en la mosquitera y un nido de cucarachas bajo uno de los colchones. Suerte que aún no habíamos pagado así que amablemente le dimos las gracias al dueño y le dijimos que no queríamos compartir la habitación con tanta gente. En las ciudades es diferente. De hecho en Chittagong, segunda ciudad y principal puerto del país decidimos tirar la casa por la ventana y nos quedamos en un hotel de semilujo por la friolera de 10 euros la noche.  St. Martin era bastante más rústico y a la vez auténtico. Por no haber no había ni luz eléctrica, sólo algunos generadores que funcionaban varias horas al día.

Abandonamos el país por carretera cruzando, tras 2 h de lentísima burocracia, al conflictivo estado indio de Tripura. La última noche la pasamos en un hotel sin nombre en un pueblo fronterizo, bajo una tormenta eléctrica como nunca antes habíamos visto. Era como si el cielo bengalí nos mostrara su pesar por abandonar el país y nos descargara una lluvia de lágrimas interminable. A pesar de lo básico de las infraestructuras turísticas y del calor abrasador, los días en St. Martin quedarán grabados en nuestra memoria como el mejor recuerdo de Bangla Desh. Los atracones de pescado y marisco a precios irrisorios, los atardeceres sobre el Mar de Andamán, las noches tirados en un colchón en la playa observando las estrellas, los chapuzones con los agradecidos niños de la isla, junto con la sensación de estar realmente muy, muy lejos de España serán difíciles de olvidar.