FERNANDO EN AUSTRALIA

Llegar a Melbourne desde Manila fue un shock del que tardamos en recuperarnos casi dos meses y medio, justo en el momento que dejamos Australia. El cambio no fue solo de estación; pasar del calor húmedo y asfixiante de Manila al frío de la ciudad y la gente de Melbourne fue casi más llevadero que cambiar el color y el caos propios del tercer mundo por el orden, la pulcritud y la asepsia del primero.

La cuestión  es que aquel mismo caos que ahora echábamos de menos nos había dejado exhaustos después de medio año y andábamos buscando precisamente lo que encontramos. Un lugar en el que poder dormir más de una noche seguida, un armario donde poder colgar nuestra ropa y una cocina en la que pudiéramos preparar aquella comida que tanto nos apetecía volver a probar. De hecho la segunda noche en Melbourne ya habíamos cocinado una tortilla de patata (compartiendo cocina en el hotel con PeggySues que se preparaban ensaladas mientras contemplaban horrorizadas la fritanga que estábamos organizando). Por cierto, no se si lo habremos comentado antes pero “PegySues” es el nombre con el que bautizamos a un tipo de viajera muy común en Australia, caracterizada por su juventud, su sobrepeso (suelen tener unas lorzas a modo de flotador y las van enseñando sin ningún pudor) y por ser casi siempre anglosajonas, ligeritas de cascos que se ponen hasta el culo de cervezas y de banana pancakes aunque luego se arrepientan y estén un par de días comiendo solo ensaladas.

Melbourne nos dejó indiferentes. Era pleno invierno y el frío y el aire cortaban la respiración. En estas condiciones la gente local parece plantear su vida social en reuniones privadas. La primera noche en Melbourne tuvimos una experiencia de lo más desagradable: mientras paseábamos por una céntrica calle, Benito recibió desde un coche lleno de niñatos borrachos un proyectil en la cabeza, en forma de lata de cerveza abierta. Afortunadamente el incidente quedó en sólo una lluvia de cerveza (que no dorada). Esa noche acabamos en una discoteca riéndonos de la gente local, de cuan en serio se toman el bailoteo, vamos como si estuvieran en una competición. El segundo día en la ciudad fuimos invitados a una cena de lo más peculiar. Fue la primera constatación de la multiculturalidad de Australia. Nos invitó Valissa, una chica mitad finlandesa y mitad tailandesa con la que quedamos gracias a su interés por practicar español. Benito contactó con ella gracias a una página de internet de personas con una cosa en común: el interés en aprender español. La cena la preparaba su novio, mitad camboyano y mitad australiano. Asistían también su compañero de piso, un maorí, la novia de éste, mitad francesa y mitad malaya, y dos amigas más: una griega y otra vietnamita. Vamos, una auténtica torre de Babel. Y es que en este jovencísimo país formado de inmigrantes lo raro es tener antepasados australianos y se ven mezclas increíbles. Pasamos una velada de lo más agradable, en la que discutimos de las tretas de las industrias farmacéuticas para vender más medicamentos y engordar sus cuentas de resultados mientras no sacan a la luz los hallazgos y adelantos  para paliar ciertas enfermedades. O por lo menos lo intentamos ya que este primer contacto con el acento australiano nos dejó dudando de que fuera el mismo idioma que aprendimos en el cole con el nombre de “inglés”.

En Melbourne teníamos una misión importante. Fernando debía recoger en las oficinas centrales de Lonely Planet una guía que había ganado como premio por haber enviado un mensaje con información actualizada sobre Afganistán, tanto datos prácticos sobre hoteles, transportes, etc… como impresiones sobre la situación del país, que intentaba recuperarse aunque con muchas dificultades, de tantos años de guerras. La visita a Lonely Planet nos llenó de satisfacción, en primer lugar por visitar el lugar de donde salen todas las guías de viaje de esta editorial, sin duda la más vendida del mundo. No nos decepcionó, el edificio es un espacio de superdiseño con gimnasio y todo, al borde de la bahía de Melbourne. El otro sentimiento importante era la satisfacción por haber contribuido a la elaboración de una de sus guías y por haber sido recompensado por ello. Nos entregaron la guía y además nos obsequiaron con una visita guiada por diferentes departamentos.

También llegamos a Australia con la intención de encontrar algún trabajo que nos permitiera sentirnos útiles y productivos por algún tiempo y que a su vez nos ayudara a mitigar un poco los costes de nuestra estancia en el primer mundo. Quien nos iba a decir que íbamos a tener mono de trabajar!. La idea de hacer mudanzas o de cargar libros en una biblioteca en Melbourne no me seducía en absoluto y convencí a Fernando para irnos hacia Sydney lo antes posible. Encontramos un relocation que nos permitía llegar allí en tres días con un límite de kilómetros por el increíble precio de 1 dólar diario así que nos echamos a la carretera no precisamente rumbo a Sydney sino en dirección opuesta porque queríamos aprovechar el chollo y ver la Great Ocean Road. Es la carretera que sale de Melbourne hacia el sureste bordeando la costa del Mar de Tasmania, y una de las más espectaculares del país.

A pesar de que el tiempo no acompañaba, el desvío valió la pena pues nos permitió ver algo que con el tiempo se ha convertido en uno de los highlights de Australia. Los doce apóstoles. Como su nombre indica son doce rocas de arenisca enormes y de diferentes formas que se encuentran ancladas en la arena a pocos metros de la costa acantilada. Según la luz del día adquieren un color diferente y vistas en perspectiva parecen como si la tierra hubiera movido sus fichas para echarle una partida al océano desafiante.

En frente, el salvaje mar de Tasmania. De hecho, está considerado uno de los mas peligrosos del mundo y debe ser verdad a juzgar por los numerosos naufragios de buques acaecidos en esta costa, y que numerosas señales en la carretera se ocupan de recordar. Cuantas vidas marineras habrán terminado en estas costas!. Contemplando ese mar sentimos una verdadera sensación de infinito, como de fin del mundo, sin dejar de pensar que allí a lo lejos en línea recta se encuentra el continente Antártico. El viento es frío y la lluvia nos acompaña durante un buen rato, así que salimos del coche para hacer alguna foto pero volvemos a saltar dentro con la cara y las manos heladas. Incluso las ráfagas de aire eran tan intensas que podíamos notar como chorros de aire gélido se introducían por nuestros oídos. Eso sí, no quisimos dejar de bajar por una escalinata hasta una playa flanqueada por un acantilado vertical donde probamos el agua con un pie, antes de que se quedara congelado.

El paisaje de esta región de Australia es increíblemente verde, similar a Inglaterra. Diferente quizás en la densidad de construcciones y de población. Es difícil ver un alma y solo se ve una granja cada muchos kilómetros. Eso sí, se encuentran millones de vacas y de ovejas. Las propiedades en Australia, por cierto, son de una extensión inimaginable en Europa. Hay fincas del mismo tamaño que algún pequeño país europeo. Lógico pensando que sólo 20 millones de habitantes se reparten una isla similar en tamaño al viejo continente.

Pasamos por varias poblaciones costeras que al ser invierno estaban muy desangeladas pero que al llegar el verano parece ser que se llenan de surferos intentando dominar las rebeldes olas del océano. Por fin, después de cruzar varios parques nacionales, con árboles de altura descomunal flanqueando la carretera, retrocedimos por la autopista con dirección a Melbourne y luego tomamos la autopista hacia Sydney.

Para amortizar el coche al máximo decidimos dormir en él en un área de descanso de la autopista a unos cuantos kilómetros antes de llegar a Canberra. Antes habíamos parado a cenar en el parking de un supermercado y nos comimos un pollo asado entre los dos que nos supo a gloria. Benito tenía tanta hambre que tuvo que salir antes del super porque estaba a punto de desmayarse al ver tanta comida. Nos sentíamos un poco miserables en aquellos condiciones pero nos reímos muchísimo y el pollo nos pareció el mejor que habíamos comido nunca. Dormimos bastante mal en aquella área de descanso, con mucho frío y con un poco de miedo. La idea de que apareciera alguien en mitad de la noche y golpeara el cristal de la ventanilla no se le  fue a Benito de la cabeza casi hasta que amaneció. Hasta se nos pasó por la cabeza que un asesino en serie estuviera merodeando por allá. La nota exótica la pusieron los sonidos de animales que no dejaron de escucharse en toda la noche y que parecían transportarnos a la selva del Amazonas.

Al amanecer nos pusimos rumbo hacia Canberra. La capital de Australia nos pareció la ciudad más aburrida y desangelada del mundo. Es una de esas capitales, como Brasilia, Pretoria y Ottawa, tan nuevas y artificiales que aunque presuman de calidad de vida adolecen de espíritu. No hay gente por la calle, hace un frío que pela y la tristeza en la cara de la gente es aún más patente. Decidimos ir a visitar el parlamento y nos pegamos una buena caminata además de comprobar que Canberra es una ciudad concebida para moverte en coche puesto que las aceras desaparecen en cuanto abandonas el centro peatonal. Pusimos pies en polvorosa y le dimos gracias a Dios por no tener que vivir en esa ciudad. Sin duda deben estar medio tarados por estos lares. El índice de suicidios debe de ser altísimo y me juego el cuello a que las consultas de los psicólogos tienen lista de espera.

El resto del camino hasta Sydney, a pesar de ser la principal carretera del país, discurre entre llanuras extensísimas y aisladas granjas entre las que cuesta discernir la huella humana. Incluso en plena carretera comenzamos a descubrir la riqueza de la fauna de este país: las concentraciones de pájaros en las áreas de servicio nos hacen recordar la famosa película de Hitchkok. El lado triste lo constituyen los kangaroos y wombats atropellados que yacen en los arcenes de la autopista. Menuda primera visión de un kangaroo!

El dos de Julio llegamos a Sydney y aunque la primera noche dormimos en un hotel de lo más cutre, respiramos aliviados al comprobar que la ciudad no es solo hermosísima sino que además prometía. El hotel de mochileros donde nos quedamos es uno de los candidatos al premio al peor alojamiento del viaje. Los compañeros de habitación del dormitory, lo peor. Debajo mío, incluso uno que daba miedo, no se sabía si era indio o aborigen pero no había duda de que estaba tarado: cuando había luz se quedaba horas absorto mirando al infinito y cuando se apagaba la luz se ponía a leer a oscuras, y para colmo soltaba más peste que una mofeta. Vamos todo un personaje. Ahora que habíamos encontrado el lugar en Australia donde quedarnos por algún tiempo, venía lo más difícil; encontrar un trabajo y un lugar cómodo y barato que nos sirviera de casa. No teníamos ni idea de la suerte que el destino nos tenía preparada.

En Hong Kong conocimos a Kevin, un azafato de Qantas que tenía su base en Sydney y que nos ofreció su teléfono por si necesitábamos algo cuando llegáramos a Australia. Sin pensarlo demasiado, le tomamos la palabra y le pedimos que nos echara un cable con el tema del alojamiento. En su casa no tenía espacio pero nos presentó a Michael Hing un médico estomatólogo amigo suyo que nos acogió en la suya por un par de días antes de irse a Cuba de vacaciones. Con Michael y Kevin hicimos la primera excursión en Sydney, a la zona de South Head, extremo de la bahía de Sydney. También cenamos con ellos y un grupo de amigos suyos que les debieron dar libre en el asilo, más viejos que matusalén. Eso sí, entre ellos John, muy majo que nos ofreció su casa para quedarnos, en las afueras de Sydney. John nos dio lástima al contarnos como pedió a su pareja pocos años antes, un inmigrante ilegal mexicano asesinado en Estados Unidos. Además Benito le dio a Michael Hing unas clases básicas de español de cara a su viaje a Cuba con expresiones prácticas del tipo “Me quieres por mi o por mi dinero?”. Le debimos dar bastante lástima, aunque no la suficiente como para que nos dejara las llaves de su increíble casa con piscina y vistas a la bahía de Sydney en la exclusiva zona de Bellevue Hill, y antes de irse a disfrutar de las delicias de Cuba se tomó la molestia de dejarnos “bien colocados”.

Paseando por Oxford Street chocamos de frente con Michael Y Tony, una pareja de conocidos suyos y como aquel que no quiere la cosa les preguntó si tenían una habitación libre en su casa para alquilarnos durante algunas semanas. Tuvimos mucha suerte ya que la impresión que les causamos fue tan buena que el día siguiente llegamos a su casa para charlar y a los 5 minutos ya nos habían dado las llaves de la misma e invitado a quedarnos en ella un par de meses sin pagar un duro. Increíble pero cierto. No dábamos crédito a lo que nos estaba pasando. No teníamos ni idea de que causáramos tan buena impresión así, de primeras. Para colmo, la casa estaba en una de las mejores zonas de Sydney, con un jardín y todo. Eso sí, ellos eran tan cool que no tenían televisión, internet, ni microondas.

La primera noche Fernando se fue de madrugada a ver la final de la eurocopa de futbol 2004 a un bar de la canalla zona de Kings Cross, donde consiguió esquivar las peleas de hooligangs ingleses que, no importando que las selecciones que jugaban eran Grecia y Portugal, lo que buscaban era bronca. El segundo día, paseando por el centro de la ciudad se nos ocurrió preguntar en una cafetería que pedían personal, y sobre la marcha Fernando tuvo que fregar platos 2 h, tan bien que le volvieron a llamar un par de veces. Como si lo hubiera hecho toda la vida. Era la típica cafetería de fritangas anglosajonas pero en fin, había mono de trabajar y además había que sacar unos dólares de donde fuera. Benito pasó varios días pegando carteles ofreciendo sus servicios (como profesor de español, no seáis malpensados).

La primera actividad cultural a la que asistimos fue una exposición de World Press Photo. Entre tanta fotografía triste y cruel hubo un hueco para una nota cómica ya que la pareja que se encontraba al lado contemplando el retrato de dos niñas gemelas comentaron en voz alta y en español que tenían cara de haberse fumado unos porros. Después de reirnos un rato hicimos migas con ellos: César e Isabel, dos gallegos que dejaron su cómoda vida en Santiago de Compostela un par de años antes para vivir la aventura de pasar un tiempo en las antípodas. El, informático y ella, arqueóloga. Sí sí y aunque parezca mentira, trabajando como tal para el ayuntamiento de Sydney. Hallazgos arqueológicos, haberlos haylos aunque ayuda el hecho de que sean considerados como tales, los restos con una antigüedad superior a 50 años.

A los pocos días de estar en Sydney y por medio de Michael conseguimos un trabajo de lo más cómodo: crear una base de datos para el laboratorio de un hospital, a partir de los pacientes de distrofia muscular y sus familiares. Nos dio la oportunidad de conocer esta terrible enfermedad, que es hereditaria y que se manifiesta en los niños de corta edad, impidiendo que desarrollen sus músculos, y que les suele dejar en silla de ruedas antes de los 12 años y muertos antes de los 20. Manejar los datos de estos pobres niños, sus familias, sus informes médicos y psicológicos, y sus fallecimientos nos llena de tristeza. Pero al mismo tiempo nos sentimos útiles ya que esta herramienta informática servirá para informar a las familias y prevenir nacimientos de posibles niños enfermos.

Además el trabajo estaba realmente bien pagado: 6.000 dólares australianos por 5 semanas de trabajo, que nos repartímos entre los 2 y también entre casa y el hospital ya que lo hacíamos con un ordenador portátil. El comienzo del proyecto tuvo que posponerse unos días por algo que a la postre supondría nuestra peor experiencia en Australia: Benito contrajo un virus llamado “Neuronitis Vestibular” que le dejó K.O. durante unos cuantos días y del que aún se resiente: básicamente mareado, con problemas de equilibrio y dolores de cabeza fortísimos. Para colmo el primer viaje le dio cuando caminaba solo por Oxford Street y al pedir ayuda se encontró con la típica reacción de la gente ante situaciones de ese tipo en paises desarrollados: indiferencia, miedo y desprecio pensando que era un borracho o un drogadicto. Menos mal que un alma caritativa le ayudó a llegar a casa. A los 10 días un neurólogo le confirmó el diagnóstico y poco quedaba por hacer: sólo esperar varias semanas a que se pasara. Total, que el resto de tiempo en Sydney Benito lo pasó como si hubiera fumado canutos casi cada día.

Los fines de semana intentábamos hacer cosas diferentes, desde ir a la opera (fuimos a Norma y a Il Trovatore) a salir por la noche a la marcha setentera de Oxford Street. La zona va de que es lo más moderno de Sydney pero parece anclada en los 70. Los bares, cutres a más no poder y la música hortera de cojones, hasta ponían las Spice Girls. Por cierto, en pleno 2004 en Australia se creen que lo más moderno son los Drag Queen y los bares con espectáculos de mamarrachas de estas proliferan por todos lados. Por que no les dice alguien que eso es más antiguo que la yenka (como diría mi amigo Miguel Angel)?. La verdad es que la marcha en Australia en general, incluido Sydney decepciona bastante. La marcha straight gira en torno a las PeggySues y PorkiSues cociéndose hasta que se caen insconscientes y la marcha gay en torno a las Drag Queens más antiguas, viejas y gordas que se puedan imaginar. Si algo salva a la noche de Sydney es la población asiática, que gracias a Dios es la que mas está creciendo y que es la que pone una nota de color y modernidad al ambiente nocturno.

Nuestros anfitriones en este aspecto no pudieron ayudarnos mucho. Primero porque los pobres son 2 setas. En casa de cocinitas todo el día y escuchando música clásica (un día les regalamos un CD de Chill Out y lo escuchaban como si fuera de Rosendo). Y segundo porque las veces que nos presentaron a amigos suyos no salió bien. No conectamos en absoluto. Con Noel y Carolyne no teniamos nada que ver. Los vecinos eran más extraños que un perro verde, Ann y su amiga, 2 rottenmeyer más aburridas que Aznar con depresión, y una vez quedamos a cenar con ellos y 2 amigos con los cuales casi acabamos pegándonos, por cierto les bautizamos los cretinos o los morancos porque eran mas tontos que pegar a un padre, incluso nos preguntaron porque en España nos comemos los cochinillos y no comemos verduras!!.

Los ratos de ocio los pasaban de una forma algo extraña. Tony organizaba conciertos en casa con un grupo en el que tocaba la flauta travesera. El resultado era para salir corriendo. Incluso Michael solía escaparse o ponerse tapones. Por las noches cocinaba. Michael iba algún domingo a matar ratones al laboratorio para utilizarlos de cobayas. Cuando coincidían, iban al supermercado o a comprar flores para el jardín. Vamos que no eran la alegría de la huerta. Pero bueno, lo compensaban con su hospitalidad y su actitud para con nosotros. Tony es judeo-italiano y Michael neozelandés.