AUSTRALIA | LA COSTA ESTE

Del frío de las Montañas Azules me escapé al clima más templado de la costa. Mi único objetivo ahora era ascender 2.700 km por la costa Este australiana hasta llegar a Cairns, cerca de la Península de York y a tiro de piedra de Papúa Nueva Guinea. Esta distancia separa Madrid de Göteborg, en Suecia.

Un moderno autobús nocturno me depositó al día siguiente 800 km más al Norte, en la fantástica playa de Byron Bay. BB es una pequeña y bohemia localidad donde una vez al año se reúnen jóvenes de todo el país para celebrar una versión australiana del salvaje Spring Break de Daytona, en Florida. Limpísimas y desiertas playas de arena blanca y fina se extendían más de 30 kilómetros hacia el Norte y Sur. El agua del mar estaba helada, y el cielo limpio. Corriendo descalzo por la arena dura y mojada intenté llegar a uno de los extremos de la playa. Llegué, pero calculé mal mis fuerzas y la vuelta -caminando- terminó agónicamente con la piel de los talones levantada. Pero valió la pena; el paisaje era fabuloso.

En el coche de Mark, un alto y aburrido compañero de habitación que conocí en el hostal de mochileros de BB, croupier en un casino de Melbourne, atravesé rápidamente la Gold Coast (Costa Dorada). Descansamos medio día en Nimbin, la localidad más bohemia y porreta de Australia. En este pueblecito uno parece meterse en una máquina del tiempo que retrocede cuarenta años. Abres la escotilla, bajas los peldaños y estás en pleno Mayo del 68. Las autoridades hacen vista gorda al frecuente consumo de drogas blandas y te encuentras una calle principal plagada de cincuentones barbudos y decadentes, con pelo rasta y holgados pantalones nepalíes. Parecen autoexcluirse del mundo que les rodea. No sé de qué viven. Bueno, sí se como ganan el pan una parte de ellos: mientras estacionábamos cerca de un parquecito, varios porretas con voluminosas rastas golpearon con impaciencia la ventana del coche, ofreciendo todo tipo de hierbas alucinógenas, y más…

Tras esta peculiar escala llegamos a Brisbane. Me despedí de Mark, que se quedaba en casa de su hermana. Brisbane no es una ciudad muy atractiva. Pero no le echo la culpa: después de Sidney me había vuelto muy exigente. Durante los dos días en la ciudad alquilé una bicicleta para pasear por el casco urbano y sus alrededores, salí a tomar copas al garito de moda The Palace con dos compañeros ingleses de habitación y me colé en un par de salas de cine. Durante la tercera película la acomodadora me cazó, y para evitar un engorroso interrogatorio en las oficinas fingí ser un extranjero atolondrado. Todo gorroneo tiene un límite…

Brisbane no daba para mucho más y pronto retomé la ruta, en un autobús que me llevó otros 300 kilómetros hacia el Norte, siempre por la costa. Me bajé en el Torquay, el pueblo que da acceso a Fraser Island, la isla de arena más larga del mundo, con 120 kms de playa a cada lado. En el autobús conocí a un alemán serio y buena gente y a una austríaca fea que fumaba como una chimenea. El acceso a Fraser es restringido y hace falta obtener un permiso para acceder al Great Sandy National Park o Gran Parque Nacional Arenoso que ocupa toda la isla. Durante un día nos preparamos con ilusión para abordar nuestra pequeña gran aventura. El resultado, un Jeep de la Segunda Guerra Mundial, dos tiendas de campaña, sacos de dormir, utensilios de cocina (todo alquilado) y toneladas de comida, que en este país es increíblemente barata. Muy temprano por la mañana embarcamos en un pequeño transbordador parecido a las naves que transportaban soldados durante el desembarco de Normandía, Media hora después el caucho de la ruedas de nuestro vehículo se hundía en la fina arena insular.

Pasamos cuatro divertidos días recorriendo más de 200 km de arena y playa. Bromeamos, tomamos el sol, discutimos y cada noche éramos tres desconocidos que compartían experiencias, esperanzas y sueños, tumbados boca arriba con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, alrededor de una fogata, acariciados por una suave brisa, oyendo el retumbar arrítmico de las olas, y mirando la cúpula negra, limpia y omnipotente, empedrada por miles de lucecitas que temblaban. Fueron muy buenos momentos.

Rousseau escribió:

es verdaderamente libre aquel que desea solamente lo que es capaz de realizar y que hace lo que le agrada”.

Tristemente, esta fue una experiencia más, compartida con amigos y compañeros cuyos pensamientos más íntimos llegué a conocer, y a los que probablemente no volveré a ver jamás. Había aprendido que entre viajeros no es políticamente correcto pedir los números de teléfono o dirección de contacto. La vida se ocupa caprichosamente de unirnos y separarnos.

Tras despedirme de los chicos tenía muy claro mi próximo destino, siempre en la costa Este. Me subí a otro autobús y muchos cientos de kilómetros más al norte llegué a Airlie Beach. Los australianos llaman joya de la corona a este cálido y bien organizado enclave turístico. Aquí se concentran algunos de los clubs náuticos más importantes de Australia.