PUENTING RADICAL EN CATARATAS VICTORIA

…O como saltar al vacío atado a una goma.

Dicen que Vic Falls es el centro africano del deporte-aventura. No sólo goza de las impresionantes cataratas sino también de una excelente infraestructura para los amantes de las actividades extremas. Si pagas puedes volar en ala delta, ultraligero y globo, dejarte llevar en balsa por las aguas turbulentas del río Zambeze, kayaking y riverboarding, safaris a caballo y en canoa, trekking, bicicleta de montaña etc.

Pero uno de los mayores derroches de adrenalina es tirarse al vacío desde   uno de puentes más altos de África. Hoy recuerdo con escalofríos la fugaz experiencia que me dejó trastocado durante varios días. Narraré la experiencia en segunda persona, para hacerlo más inmediato:

Por unos ochenta euros accedes al puente de hierro que une Zambia con Zimbaue, que une en las alturas las dos orillas de un cañón espectacular. Miras abajo y a 111 metros el fondo se estremece con un runrun sordo; observas atemorizado un caudaloso río de aguas espumosas y enfurecidas. Arriba, sobre el asfalto del puente, hay bastante actividad. Cerca de una pequeña plataforma metálica que sobresale en el centro de la estructura se arremolinan varios jóvenes caucásicos con aspecto surfero que parecen manejar el cotarro, y muchos curiosos. Unos minutos después, tras tomar la fatídica decisión, llevas un número de tres o cuatro cifras pintado en el brazo, cerca del hombro. Un número es tu turno y otro tu peso. Notas como tu preocupación se va transformando en pánico a medida que los locos que te preceden van saltando al vacío, animados por los surferos.

“¡43!”grita John, un corpulento y rubio monitor sudafricano.

Mientras el 43 aterrorizado se acerca a la plataforma, escuchas lo que no quieres oir:

“¡44!”

“Soy yo…”

“acércate…” “¿como te llamas?”

“Manuel.”

“¿Estas seguro de lo que vas a hacer? ¿Algún problema cardíaco o de salud? Bueno, déjame explicarte que estas a punto de experimentar la caída al vacío mas alta del mundo”.

“Alcanzarás los 180 km por hora. La seguridad es lo más importante. Cuando estés cayendo no se te ocurra escupir. ¿Has firmado el testamento? La semana pasada se machacaron el cráneo ocho personas.”

Ja ja, que poca gracia.

Escuchas todo esto mientras te enrollan una toalla en las espinillas y te atan una cuerda alrededor de los tobillos. Tu predecesor, el 43, desaparece súbitamente de la plataforma bajo la mirada atenta de todos los curiosos que encaramados a la barandilla exclaman  ¡¡oooooh !! al unísono.

El surfero te sigue diciendo tonterías en inglés. Por detrás alguien te empuja suavemente hacia la plataforma. Los curiosos abren paso y en un periquete estás de pie al borde del abismo, preparado para el salto. Te sientes como un cordero que va al matadero. Tu instinto de supervivencia te quiere traicionar y tus piernas tiemblan. Estás sólo sobre una rejilla metálica de un metro cuadrado. Todos han quedado atrás.

“¡No mires abajo!”.

Demasiado tarde. Miras abajo y te percatas que estas encaramado sin protección a milímetros de un abismo equivalente a un edificio de 40 pisos. Ves el agua espumosa que te espera amenazante. Te recorren escalofríos. Un zumbido en la cabeza te aisla del sonido exterior. Ves y no escuchas. Miles de pensamientos apelotonados. Estas a punto de darte la vuelta y huir como un cobarde. Notas miradas de compasión y de ánimo. Juan y Eduardo gritan algo pero no te enteras porque no oyes, como Tom Hanks en la playa de Normandía en “Salvar al soldado Ryan”. Pero eres el centro de la atención, el gentío espera algo de ti y recuperas una precaria compostura para no defraudarlo.

Los tres surferos gritan al unísono

“Five, four, three, two, one ¡¡¡¡BUNGIIIIIII!!!!.”

Gritas ¡¡¡AAAAAAAAAAH !!!

y sin pensarlo más saltas hacia adelante con los brazos en cruz, mirando hacia el horizonte, aunque no lo ves. Sigues gritando todo lo que dan los pulmones para tapar tu histeria. Sientes algo desconocido. Tu mente se bloquea. No tienes ningún punto de apoyo y braceas como un bebé. Vas adquiriendo velocidad en milisegundos que parecen siglos. La cabeza y el tórax adquieren una posición vertical boca abajo, absorbidos por una enorme fuerza invisible que viene de abajo. Tienes los ojos abiertos pero no ves porque las pupilas de han secado y las sensaciones son demasiado intensas. El pánico y el tsunami de adrenalina te paralizan mientras adquieres máxima velocidad y los oídos te silban escandalosamente. Sientes que te han proyectado sobre la cara un secador de pelo gigante a máxima potencia. Las mejillas se estiran y las pupilas siguen secas. Ahora intuyes que las torturadas aguas blancas se acercan, como quien gira rápido un potente zoom. Sientes la impotencia de un recién nacido. Ya no ves horizonte, montañas ni rocas, y ahora sólo hueles agua. Desciendes tanto que parece que tu cabeza va a sumergirse la espuma turbulenta y ruidosa. Cuando quedan escasos milisegundos y centímetros para mojarte, de repente, sientes una presión en los tobillos que se intensifica y llega a hacerte daño. Una fuerza invisible, que ahora tira hacia arriba, hace que pierdas velocidad hasta que se neutraliza la caída.

Como un imán sales despedido hacia el cielo limpio y un sol cegador, con tanta fuerza que estas a punto de estamparte mucho contra el fondo del puente que habías abandonado segundos antes. Pareces un yo-yo. Te acercas tanto que puedes ver las caras de Eduardo y Juan que gritan algo, asomados a la barandilla. No escuchas lo que dicen. Vuelves a caer como una piedra y comienzas a subir y bajar como un monigote. Ahora la sensación es más suave y empiezas a recobrar la conciencia, escuchar y disfrutar. Te balanceas hacia adelante y hacia atrás, arriba y abajo. Después de 7 u 8 rebotes quedas colgando boca abajo a treinta metros del río y más de setenta debajo del puente, y esperas que alguien te suba. Mientras, lo único que se te ocurre es: “si se rompe la goma ahora tengo más oportunidades de sobrevivir…

Algo parecido a esto es lo que deben sentir los suicidas. Ahora entiendo porque muchos mueren de un ataque cardíaco antes de estamparse.”

La sensación de paz y seguridad después de poner los pies en tierra firme debe ser parecida a la de un muerto que resucita. Tienes la inmensa satisfacción de haber traspasado tu límite. Palmaditas en la espalda y alguien que te dice: “¡que cojones, chaval!”.